por Pablo Pozzi
Hace ya bastante tiempo que el gobierno de Macri ha sido enfrentado por un paro general del sindicalismo, movilizaciones por doquier, y docenas de piquetes. Al mismo tiempo Macri logró el apoyo de una movilización de miles de sus adherentes, que le dio pié para aumentar los niveles represivos. Todos, sindicalistas y gobierno, se muestran triunfantes: repiten hasta el cansancio que sus medidas han resultado «contundentes». La realidad dista mucho del «relato» de ambas partes. La lucha ha sido una derrota, con retrocesos importantes. Al mismo tiempo, la burocracia sindical se ha visto debilitada. Y como señaló hace ya 40 años el expresidente peronista Ítalo Luder, la única razón por la que Argentina no tiene una central obrera comunista es porque el sindicalismo peronista (o sea, la burocracia) se ha erigido como un «baluarte» y un control a las reivindicaciones obreras. La derrota de las políticas de la burocracia sindical ha logrado incrementar las grietas entre ellos. Para unos su poderío depende de la buena relación con el Ministerio de Trabajo, que les garantiza dinero y apoyo para mantenerse en sus cargos. Para otros, esta es una política peligrosa ante el crecimiento de la protesta y el descontento social, y el desafío de la izquierda en el movimiento obrero. Así podemos vislumbrar que se abre un momento de cambios importantes en el sindicalismo argentino.
El conflicto docente ha sido, indudablemente, emblemático del momento. Los sindicalistas de la CGT se vieron obligados a llamar a la huelga por presión de las bases y el repudio generalizado ante su «acompañamiento» de las políticas de ajuste de Macri. Algo similar ha ocurrido con el sindicalismo docente. Desde hace una década, todos los años escolares comienzan con una huelga docente: el gobierno ofrece un aumento salarial por debajo de inflación; los sindicalistas lo rechazan y llaman a un par de días de medidas de fuerza; el gobierno se sienta a negociar; finalmente los docentes reciben un aumento mejor que la oferta inicial si bien siempre por debajo del índice inflacionario, y los salarios son licuados una vez más.
Esto pasó bajo los Kirchner y el primer año del gobierno de Macri. Este año comenzó igual que siempre con un paro docente, con una diferencia: el nuevo gobierno macrista, presionado fuertemente por los empresarios, decidió que enfrentaba a los docentes frontalmente. Rehusó contribuir a que los gobernadores mejoraran la oferta inicial y rechazó acordar un convenio a nivel nacional[1]. Eso rápidamente puso un techo a cualquier negociación posible y generó una amplísima variación en las escalas de aumentos ofrecidas: por ejemplo, la provincia de Santa Cruz ofreció un 3% de aumento, mientras Córdoba ofrecía un poco más del 18% más incentivos. Al mismo tiempo, el gobierno y sus gobernadores, se habían preparado cuidadosamente para la lucha: en cuanto se declaró la huelga, se desató una campaña propagandística feroz con el eje de que los docentes querían perjudicar a los alumnos, y que el paro era «político». Los sindicalistas pararon dos días, con la esperanza de volver a la mesa de negociaciones. Sin respuesta volvieron a parar, y a realizar movilizaciones. El gobierno respondió descontando los días de paro a todos los docentes, huelguistas o no, contabilizando los descuentos por el pago de un día en salario en bruto pero descontando del salario de bolsillo. El resultado es que muchos docentes perdieron entre 30 y 50 por ciento de lo que es un paupérrimo salario (la media percibe un salario mínimo por una jornada laboral de 30 horas). Si los primeros días de huelga tuvieron una adhesión cercana al 80%, el último paro contó con un apoyo del 20%. La huelga estaba efectivamente quebrada. De hecho, el gobierno hasta se dio el lujo de reprimir el intento de establecer un «aula itinerante» frente al Congreso de la Nación, y de endurecer su planteo reclamando la reconsideración de las licencias por enfermedad o por stress. Los sindicalistas, netamente a la defensiva, y frente a un auge del gremialismo de izquierda, se han visto reducidos a quejas lacrimosas. El conflicto había sido derrotado.
La estrategia histórica de la burocracia sindical argentina ha sido golpear para negociar. O sea, amagar con medidas de fuerza para obtener los objetivos de los burócratas, sean éstos aumentos salariales, subsidios, o simplemente coimas. Esto viene desde las épocas del dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, Augusto Timoteo Vandor en la década de 1960: en esa época la UOM tuvo los mejores salarios, si bien las condiciones laborales iban deteriorándose; Vandor garantizaba la paz laboral mientras reprimía a la oposición; y el sindicato recibía los dos primeros meses del aumento como contribución extraordinaria. Durante años esto les permitió a los sindicatos mantener su poderío económico y político. Esto fue cambiando con los años, mientras aumentaba la productividad por hora trabajada la remuneración salarial descendía, y los cuestionamientos de la base gremial fueron en permanente aumento. En época de los Kirchner, con el planteo de que ese era un gobierno nacional y popular, el amagar con la lucha les permitía mantener cierta adhesión de la base, mientras implementaban medidas en consonancia con el gobierno de turno. El Ministerio de Trabajo colaboraba en mantener buena parte de los burócratas en el poder gremial, avalando fraudes, no autorizando listas opositoras, e inclusive reprimiendo las protestas obreras. «Golpear para negociar» parecía funcionar bastante bien.
El eje de los burócratas no era la defensa de los trabajadores sino llevarse bien con la patronal y los gobiernos de turno. Por eso las medidas de fuerza no eran preparadas adecuadamente: no hacía falta, ya que se realizaban para presionar o para descomprimir la protesta social. Así los gremialistas docentes llamaron al paro como todos los años, en la suposición que, luego de pocos amagues el gobierno mejoraría la oferta salarial y ellos podrían cantar victoria, aunque el salario siguiera descendiendo gracias a la inflación. Sin una buena explicación hacia el conjunto de la población, sin garantizar el apoyo de padres y alumnos, sin establecer un fondo de huelga, sin buscar apoyos políticos, y sobre todo sin la decisión de llevar el conflicto hasta sus últimas consecuencias, los burócratas no estaban preparados para un gobierno neoliberal y dispuesto a enfrentarlos. De hecho, el descontento de la base sindical con su «dirigencia» fue fogoneado por el propio gobierno cuando señaló que los burócratas tenían escasa trayectoria como trabajadores y que habían incrementado sus salarios entre cinco y diez veces lo que percibían sus afiliados. El resultado está a la vista: los sindicalistas tienen la peor ponderación de ningún sector en la sociedad argentina, y eso incluye a los empresarios. Al mismo tiempo, las encuestadoras todas coinciden que el gobierno retiene un alto porcentaje de aprobación pública, justamente por su dureza en enfrentar al gremialismo.
Mientras tanto, los trabajadores se ven pauperizados, la organización sindical decae, los conflictos se pierden. Esto último es importante. Rara vez un conflicto sindical resulta en una victoria o en una derrota total. Triunfo o derrota se miden por la percepción de la base gremial y del conjunto social, tanto como por las reivindicaciones conseguidas. De hecho, la mayoría de los conflictos se pierden desde la época del gobierno de Carlos Menem.
Parecería que este es un panorama negro para los trabajadores argentinos. En realidad, la situación dista mucho de ser mala, si bien la coyuntura salarial se ha deteriorado mucho. La diferencia esta vez es que la frustración y bronca de los afiliados sindicales se viene canalizando por dos vías, en apariencia contradictorias, pero en realidad complementarias. Por un lado, aumenta la cantidad de desafiliaciones gremiales. En 1975 82% de los trabajadores argentinos pertenecía a un sindicato; el día de hoy la CGT insiste que esa cifra es cercana al 35%, aunque probablemente sea menor. Por otro, la izquierda ha crecido exponencialmente conformando listas combativas y opositoras en muchos sindicatos. De hecho un factor importante en la huelga docente es que Roberto Baradel, dirigente del principal gremio (Sindicato Único de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires, SUTEBA) se enfrenta a unas reñidas elecciones en un mes donde Romina del Pla, del Partido Obrero, podría resultar triunfadora. ¿Cómo hace Baradel para lograr el apoyo del Ministerio de Trabajo, que garantice su reelección, mientras la base reclama medidas contundentes que alivien su situación salarial? Al mismo tiempo, las desafiliaciones solo son una apatía pasajera. El crecimiento en jóvenes activistas combativos viene siendo notable, en parte porque no hay opción entre el hambre y la lucha. Asimismo, la realidad es que los argentinos, por tradición e historia, valoran los sindicatos. Un alto nivel de desafiliación genera el potencial para la creación de sindicatos nuevos, combativos, y representativos. Esto no es una mera afirmación de fe: ya ha ocurrido en varios sectores.
Mientras tanto el problema es que los trabajadores ven descender su nivel de vida, y se van debilitando formas organizativas que costaron décadas construir. ¿Hay alternativas posibles? Obvio que sí. La izquierda plantea un tipo de sindicalismo distinto, ligado a las bases, y planes de lucha profundos y a largo plazo que enfrenten el salvajismo del capitalismo neoliberal. Lo que falta aun es encontrar formas de lucha que sean efectivas. En la década de 1930, frente al flagelo del desempleo y la Gran Depresión, los activistas sindicales de izquierda desarrollaron el paro solidario, la toma de fábricas, los piquetes con autodefensa, y las brigadas de apoyo de vecinos y familiares de los huelguistas. Quizás hay que volver a esas épocas; o por ahí hay analizar bien la producción capitalista hoy para determinar los lugares neurálgicos y los momentos clave donde golpear. Y hay mucha experiencia y tradición para lograr eso: los ferroviarios argentinos, a principios del siglo pasado, hacían huelga en el momento de transportar la cosecha agrícola; los docentes mexicanos de Oaxaca, hace una década, soldaron las puertas de las escuelas mientras miles de simpatizantes enviaban camiones con comida que les permitiera mantener el conflicto; los obreros norteamericanos de General Motors, hace casi veinte años, estudiaron la línea de producción para parar una sola fábrica de tres mil obreros que determinó que se parara toda la empresa.
Se abre un momento histórico durísimo para los trabajadores argentinos, donde la creatividad, las neuronas, y la decisión de luchar son claves. Encontrar nuevas formas organizativas y de lucha determinará el futuro histórico.
Nota al pie:
[1] Desde el gobierno de Carlos Menem, y su «reforma» educativa, la educación argentina depende de los gobiernos provinciales, que determinan políticas y pautas salariales y, por ende, deben encontrar los fondos para los aumentos. En general las provincias dependen de la «coparticipación» federal, pero ya son décadas donde el gobierno central envía una mínima fracción de los fondos que debería por este concepto.
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