por Pablo Pozzi
El pasado 9 de julio, en Charlottesville, Virginia, cincuenta miembros de los Loyal White Knights of the Klu Klux Klan, basados en Carolina del Norte, se movilizaron para «defender» la estatua del general confederado Robert E. Lee. Se encontraron con una movilización en repudio de cerca de mil personas, que fue rápidamente declarada ilegal por la policía. Protegidos por la policía local, y su escuadrón de SWAT, los klansmen (o sea «hombres del Klan» porque casi todos son hombres) atravesaron las filas de los que los repudiaban. El ataque del Klan se realizó con el enérgico apoyo de las fuerzas de la ley y el orden, tras gases lacrimógenos, que así protegieron «su derecho» a manifestarse. La acción policial desató una batahola en la que resultó en 22 manifestantes anti Klan detenidos, un muerto y varios hospitalizados. El Klan y la policía no sufrieron ni bajas ni detenciones. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, rápido de reflejos, repudió la «violencia de ambos bandos», mientras el Klan insistía que estaban defendiendo sus tradiciones. Luego de ocho años del gobierno de Barack Obama donde muchos analistas norteamericanos, como el crítico literario Henry Louis Gates, insistían que el país había entrado en la «era del posracismo», el accionar del Klan demostró no solo que no era así, sino que la organización estaba vivita y coleando.
El Klan fue fundado, originalmente, en 1866 como una forma de retener a los esclavos liberados en las plantaciones sureñas e impedir que emigraran al norte o a las ciudades en busca de trabajo mejor pago. Esto fue logrado hacia 1876 con una serie de leyes y estatutos locales que le dieron forma legal al racismo y la discriminación de los negros trabajadores. Se calcula que en ese momento cerca de 400 mil norteamericanos pertenecían al Klan. A partir de ese año, el Klan tuvo escasa presencia, y se integró a los aparatos políticos demócratas y republicanos. Tuvo su primer renacimiento en 1915 con el auge de la inmigración, el sindicalismo y las huelgas combativas. Pero en ese momento no atacaba solamente a los afroamericanos, sino también a católicos, judíos e hispanos. En este período se expandió fuera del sur hacia el norte y el oeste, como por ejemplo a Indiana, Nueva York y California. Fue ese el momento de su auge y mayor influencia política, donde tuvo varios millones de adherentes e incluyó, entre ellos, al que más tarde sería presidente de Estados Unidos: Harry Truman.
Con la Segunda Guerra Mundial, y la creciente organización de los trabajadores negros en los sindicatos combativos del CIO, entró en decadencia una vez más. Resurgió con virulencia hacia 1950 como vanguardia de la lucha contra el movimiento de los derechos civiles. En ese momento operaban en coordinación con las policías locales que se oponían a la integración escolar. Al mismo tiempo, el Klan emergió ya no como una única organización sino como decenas de grupos estaduales con fuertes vínculos con los grupos arios y neonazis. Sus números eran menores que otras épocas (se calcula que eran unos 40 mil), sobre todo porque muchos racistas se habían institucionalizado dentro de los partidos mayoritarios. Este renacimiento se caracterizó por un accionar abiertamente terrorista por parte del Klan, que asesinó líderes negros y puso bombas en iglesias y lugares de reunión. Esto generó una reacción en la opinión pública que obligó al FBI y al gobierno a ponerle coto, ya que hasta ese momento se preocupaban más por el peligro comunista. Y entró en su tercera decadencia. A pesar de eso, en 1979 el Klan protagonizó la masacre de cinco militantes del Partido Comunista de los Trabajadores (CWP) en Greensboro, Carolina del Norte.
Pero que entrara en decadencia no quiere decir que el Klan desapareciera. De hecho, tenía y tiene filiales en 22 estados de la Unión, que incluyen comercios, conferencias anuales, «barbacoas», y todo un negocio de venta de parafernalia racista. Los diversos organismos de derechos civiles calculan que, hoy en día, el Klan lo forman unas 42 organizaciones, con un total de entre tres y ocho mil miembros. En la campaña presidencial algunos grupos del Klan apoyaron a Trump y otros de Hillary Clinton. Se calcula que la retórica racista, antiinmigratoria, de Trump ha servido para darle auge una vez más y generar un nuevo renacimiento de la organización.
Ahora, sus casi 8 mil miembros no la hacen parecer como una organización muy poderosa. Sin embargo, lo ocurrido en Charlottesville demuestra que mantiene fuertes vínculos con las fuerzas de seguridad y que es utilizada para agudizar el enfrentamiento con las fuerzas progresistas en general. El Klan inicia la provocación y la policía funciona de fuerza de choque para reprimir a las fuerzas anti racistas. ¿Por qué ahora y no hace diez años? La respuesta tiene que ver, indudablemente, con el crecimiento de la organización de trabajadores afroamericanos y otras minorías a raíz de asesinato de muchísimos negros por la policía. El Klan, así, sería una respuesta al movimiento Black Lives Matter. Al mismo tiempo es una expresión del racismo implícito en la sociedad norteamericana y de su crisis, sobre todo luego del colapso de 2008. La crisis, que continúa sin freno, ha golpeado duramente a muchos sectores trabajadores y pobres generando resentimiento, enojo, frustración y búsqueda de culpables. El Klan al igual que el conjunto de la derecha norteamericana capitaliza esto planteando que el problema son los inmigrantes y «la gente de barro» (mud people, o sea la gente de color)
El Klan está integrado principalmente por pobres trabajadores blancos, mientras que su liderazgo lo detentan comerciantes y profesionales que lucran con el movimiento. La gran pregunta es por qué blancos pobres descargan su violencia sobre las minorías de trabajadores. El historiador Alexander Saxton planteó hace casi tres décadas que el racismo norteamericano surgió de una serie de justificaciones y racionalizaciones de la trata de esclavos y de la expropiación de los amerindios. El racismo logró retener un lugar central en las ideas que legitimaban el poder porque «continuó cumpliendo con la necesaria justificación de los grupos dominantes en las cambiantes coaliciones de clase que han gobernado la nación». Este racismo jamás fue una construcción estática, sino que se mantuvo en flujo a través de constantes modificaciones y procesos de ajuste a las necesidades de la clase dominante. Así, se constituyó en un elemento central a la dominación puesto que fragmenta a los oprimidos. Al mismo tiempo, el racismo genera una dominación más sutil y profunda que la mera represión conformando un elemento central de la hegemonía de la burguesía. En su ignorancia es más fácil para estos trabajadores blancos culpar de las minorías de color de sus problemas que a la burguesía. Al mismo tiempo, la burguesía le garantiza a estos «militantes» racistas ciertas prebendas (no muy grandes) y protección.
Por último, la retórica de Trump apunta, cínicamente, a cohesionar su base social utilizando el racismo como elemento de movilización en contra de sus opositores. Lo que esto tiende a generar es a un mayor enfrentamiento entre la población norteamericana, mientras apunta a dividir a los trabajadores.