por Pablo Pozzi
Son unos genios. ¿Cómo que quiénes? Donald y Mauri. Yo me los imagino reuniditos hace poco intercambiando datos. «Che, Don, ¿así que somos dos boludos?» «Sí, claro, Mauri, hemos hecho miles de millones porque somos tarados». «But no problem, baby. Mientras siguen creyendo eso, les estamos rompiendo el…». Bueno, que no sean tarados no quiere decir que no sean malhablados. De hecho, Mauri se forjó en el crisol de la Presidencia del club Boca Juniors; digamos, una escuela de cuadros rosqueros. Y ni hablar de Donald el hombre de bienes raíces neoyorkinos.
¿Por qué digo esto? Porque tanto Don como Mauri, tienen una inmensa capacidad de ocultamiento de lo que realmente importa. Hacen como el tero: gritan en un lado y ponen el huevo en otro. El yanqui dice barbaridad y media, racismo por todos lados, misoginia, y mientras enfocamos en eso ha hecho aprobar pilas de leyes que cambian el estado y las reglas de juego en Estados Unidos. Mauri hace lo mismo, excepto que en vez de decir barbaridad y media (al fin y al cabo, un chico de buen colegio no puede referirse a los «niggers» como si nada), hace cosas que dispersan la atención. Y mientras todos se preocupan por la corrupción, o por el desastre que es la selección de fútbol, o por un submarino que está perdido, Macri va y presenta una cantidad de «reformas» (me encanta ese término porque implica algo hecho «para mejorar» y este cretino nos va regresando al siglo XIX) que destruyen 100 años de conquistas laborales, las jubilaciones y pensiones, transfieren millones de los bolsillos de los trabajadores a los de los patrones. Donald está haciendo lo mismo.
Parte de la cosa interesante es que ambos cuentan con el apoyo de todos los sectores de poder. Mauri tiene el apoyo de casi toda la oposición en el Parlamento, que vota sus reformas, mientras hacen escándalo por un periodista mercenario que fue despedido por la patronal (y no por el gobierno). Los sindicalistas «negocian» para terminar acordando: el gobierno retira un par de propuestas que puso para «amagar», mientras aprueban las cosas de fondo; y los sindicalistas cacarean que «hicieron retroceder el proyecto todo lo posible». Los medios hablan del submarino perdido y no de la «reforma laboral». Y las cámaras empresarias insisten que «no es suficiente» porque el costo laboral es muy alto, o sea dan pie a pensar que mejor aceptamos esto porque podría ser peor.
A ver si me entienden: no estoy diciendo que lo del submarino perdido no es algo humanamente importante; o que los corruptos no deben ser juzgados (todos, también los del gobierno que son montones). Lo que si estoy diciendo es que estas cuestiones son secundarias frente a lo de fondo. Las «reformas» van a cambiar todo el futuro laboral argentino durante generaciones. Un siglo de sangre, sudor y sacrificios para lograr cosas como la jornada de ocho horas para que Mauri y sus amigos la destruyan en una tarde como regalito de Navidad.
Y en eso también hay que pensar un poco. Para un amigo «vienen por todo», y si hubiera ganado Cristina esto no hubiera pasado (otra vez la culpa es de los que votamos en blanco). Para otro los argentinos somos unos boludos por votarlos. Y uno más insiste que todo esto «es nuevo». Como si fuera la primera vez que los burócratas nos entregan atados de pies y manos y los patrones elevan la tasa de explotación.
Pero si hay aspectos que hacen a las «reformas» algo cualitativamente distinto de las anteriores. Primero, nuevas leyes cambian la base institucional; o sea, cambian las reglas del juego. Segundo, mucho de lo que plantea la «reforma» no es nuevo. La tercerización, las pasantías, el «banco» de horas, la facilitación de despidos, y otras cosas, vienen desde hace rato. Lo que pasa es que las nuevas leyes dan una clara señal a los empresarios: aquí tienen seguridad para explotar a los trabajadores más y mejor. Se acabó la industria del juicio, y la corrupción de los abogados laboralistas caranchos (que pareciera solo beneficiaban a los trabajadores, aunque en realidad favorecían a los patrones). Gracias a eso van a llegar las inversiones. Y último, el macrismo es el punto más alto de un proceso que se inició por lo menos en 1954 con el Congreso de la Productividad peronista.
Sobre lo de las inversiones no voy a repetir cosas que he escrito hasta el cansancio: el objetivo de todo empresario es hacer dinero, mucho dinero, y el aumento de la tasa de ganancias no lleva a nuevas inversiones. No lo hizo antes, no lo va a hacer ahora. Lo que si va a hacer es que un ínfimo porcentaje de gente sea cada vez más rica, mientras el resto nos ahogamos en una miseria absoluta. Lo mismo si hubiera ganado la elección el kirchnerismo: sus diputados y sus sindicalistas han colaborado y aprobado gran parte de las leyes macristas. Esta no es una reforma de Mauricio Macri, sino que es una ofensiva acorazada del conjunto de la burguesía, nacional y extranjera.
Ahora las nuevas reglas lo que están haciendo es blanquear una situación, labrarla en piedra, y hacer muchísimo más difícil revertirlas. Digamos, primero cambia la realidad y después aprueban leyes que consagran la explotación. Pero lo que hay que tener en cuenta es que hemos llegado al momento que ansiaron los sectores dominantes con el golpe de 1955. O sea, este es un plan de largo, larguísimo aliento. Lo que pasa es que cuando planteaban todo esto (como lo hicieron varias veces en los últimos 60 años) se les incendiaba el país. ¿Por qué antes si y ahora no? Porque en el medio estuvo la dictadura de Onganía (1966), la de Videla (1976), la «revolución productiva» menemista, y la «inclusión social» kirchnerista. Cada uno cambió un poquito más la capacidad de resistencia de la clase obrera argentina. Onganía consolidó a la burocracia sindical (¿alguien se acuerda de «la corbata de Vandor» y el «desensillar hasta que aclare» de Perón?); Videla asesinó a miles de activistas obreros quitando los vasos comunicantes de la experiencia histórica necesaria para toda resistencia; Menem transformó a los burócratas en sindicalistas empresarios; y los Kirchner generaron un inmenso ejército de desempleados y de trabajadores en negro que llevaron el miedo al desempleo a la casa de todo trabajador.
«¿Pero, pregunta mi vecina la Tere, esto no va a ser bueno para el país?» Ni hablar de que el país son sus habitantes, y es poco probable que salarios de hambre, altísimas tasas de explotación, y jubilaciones miserables mejoren la vida de los argentinos. En realidad, esto va a hacer que los ricos sean más ricos, los pobres más pobres, y que los productores de champán e importadores de queso francés hagan su agosto. Pero eso genera también algo aun peor desde la mera perspectiva capitalista: la inestabilidad laboral, el aumento en la ignorancia entre los trabajadores, altos niveles de stress, todo conlleva problemas para la productividad. Sobre todo, porque el patrón no sólo lucra con el esfuerzo del obrero, sino también con el conocimiento de cómo producir mejor. Encima si hay inestabilidad, y mucha rotación en el empleo, ¿para qué capacitarse? ¿Y desde la perspectiva obrera? Esto va a profundizar el proceso de destrucción de las familias, de problemas de salud, de violencia familiar y feminicidios (como subproducto de la violencia en el trabajo). Para pequeños comerciantes, afectados por la concentración de los supermercados, esto también los va a afectar: sus principales clientes son los trabajadores, que ahora van a tener aún menos dinero en el bolsillo. En síntesis, «no, Tere, esto no va a ser bueno para el país. A menos que pienses que el país son el 0,001% de sus habitantes. Y estos nunca pensaron en el conjunto, sólo en sus intereses. Por eso se llevan la plata malhabida al exterior, por eso no invierten, por eso están más ligados a Manhattan que a La Matanza».
Es más, todo lo que yo puedo decir ya lo dijo la CGT de los Argentinos, en su Mensaje del Primero de Mayo, de 1968: «Durante años solamente nos han exigido sacrificios. Nos aconsejaron que fuésemos austeros: lo hemos sido hasta el hambre. Nos pidieron que aguantáramos un invierno: hemos aguantado diez. Nos exigen que racionalicemos: así vamos perdiendo conquistas que obtuvieron nuestros abuelos. Y cuando no hay humillación que nos falte padecer ni injusticia que reste cometerse con nosotros, se nos pide irónicamente que «participemos». Les decimos: ya hemos participado, y no como ejecutores sino como víctimas en las persecuciones, en las torturas, en las movilizaciones, en los despidos, en las intervenciones, en los desalojos.» Hace 50 años venimos luchando en contra de este modelo de país. Y lentamente vamos perdiendo.
Ahora, mi amigo el Tano dice que ésta «reforma» va a generar un sinfín de luchas. Él espera que esto naufrague en medio de grandes conflictos sociales. Yo no soy tan optimista. La realidad es que los trabajadores argentinos han llevado a cabo un sinfín de luchas desde 1988 (con la Carpa Blanca) pasando por la década de 1990, y ni hablar de los últimos diez años. Y si bien hemos tenido algunos triunfos heroicos, hemos perdido la mayoría de los conflictos. Esto se debe a varias cosas.
La primera es que en la década de 1990 ha ocurrido un proceso de segmentación laboral. Esto quiere decir que el mercado de trabajo se encuentra muy fragmentado: empleados sindicalizados, desempleados, jubilados que tienen que trabajar, mujeres, hombres, tercerizados y efectivos, trabajadores «en negro», cada uno tiene un régimen laboral y salarial distinto. Hay obreros que ganan muy bien con mucha estabilidad (por ejemplo, los de Luz y Fuerza de Córdoba) pero que trabajan jornadas de hasta 12 horas. Hay otros, como los de frigoríficos, que ganan una miseria y no tienen ninguna estabilidad. Son muchos los que entran como «tercerizados» y tienen que «hacer mérito» para ser estables. Es más, hay grandes variaciones de provincia en provincia, e inclusive dentro de empresas (y hasta de fábricas) dentro del mismo rubro. Esta fragmentación laboral ha generado una fragmentación en las luchas. Y las luchas que no se extienden son más fáciles de derrotar.
Al mismo tiempo, la burocracia sindical se ha convertido en empresaria. No es solo el problema del «carpetazo» (o sea de la amenaza de procesarlos por ilegalidades cometidas), sino que ellos también son explotadores porque emplean a cientos o miles de compañeros. El sindicato les permite «liquidez» o sea un flujo de dinero derivado de los aportes sindicales y de las obras sociales, todo para hacer más negocios. No son traidores, porque son burgueses. Como tal no van a encabezar ninguna lucha en contra de una «reforma» que en última instancia también los favorece. Está claro que no todos los sindicalistas son así, pero si la mayoría, aunque también hay contradicciones entre ellos. La CGT acordó la «reforma» en la Sociedad Rural. Pocas cosas más representativas del «nuevo sindicalismo empresario». Y mientras eso ocurría los viejos burócratas vandoristas («golpear para negociar») como los Moyano del Sindicato de Camioneros, braman de lanzarse a la lucha. Si las organizaciones obreras son controladas por «empresarios» ganar conflictos se hace muy difícil. Esto fue lo que demostró la huelga de los choferes de Córdoba: estado, patrones y el sindicato se combinaron para aplastarlos.
Pero también hay que considerar que muchas huelgas se han perdido porque estaban mal preparadas, porque se ha perdido la experiencia histórica de luchas, y porque repetimos formas que ya no sirven. Todo conflicto debe apuntar rápidamente a extenderse, y no sólo a otros gremios o toda la industria, sino también al vecindario, a los usuarios, y principalmente a la familia del trabajador. Cada conflicto debe contar con grupos de apoyo: entre los hijos en edad escolar de los obreros; entre las parejas; entre sus vecinos. Hay que evitar que nos aíslen. Todo conflicto debe ser cuidadosamente preparado; no podemos dejar más que nos provoquen y que así elijan el lugar y la hora de la batalla. Tenemos que hacer ingentes esfuerzos por explicarles a los compañeros lo que se arriesga, y hay que concientizar a las familias. Históricamente las patronales, ante cada conflicto, se dirigen a la familia obrera para que estas presionen sobre el trabajador. Nosotros debemos convertir a cada familia en un baluarte donde el/la obrero/a puede encontrar su refugio y apoyo. Grupos de apoyo, grupos volantes, cursillos para las familias, cartas, videos, grupos de chat… todo eso sirve a nuestro objetivo de nuclear y cohesionar. Al mismo tiempo, cada obrero debe tomar conciencia de su historia; sobre todo hoy en día donde hay muchísimos obreros jóvenes, nuevos, y sin conocimiento de su propia historia. Sin memoria no hay luchas que triunfen; es la memoria que te brinda la experiencia necesaria para encontrar las formas adecuadas que garanticen el triunfo obrero. En eso hay que aprovechar a los historiadores, y sobre todo a los veteranos de cada sindicato; a los que ya pasaron por todas y pueden brindarnos sus conocimientos. Y también hay que conocer muy bien cada industria para saber cuándo podemos golpear y cuándo no. Técnicos, analistas, economistas, todo eso es necesario; pero una vez más son los viejos trabajadores los que más saben.
Por último, la principal arma de los patrones el día de hoy es el miedo al desempleo. Todos tenemos miedo. Y los que simplemente dicen «hay que luchar», sin medir las consecuencias, son unos irresponsables. Una derrota tiene consecuencias terribles para el sindicato, para el trabajador, y para sus familias. Hay que luchar cuando estamos en condiciones de ganar. Y entre esas condiciones el miedo es algo sano: porque nos hace ser cuidadosos y no embestir a tontas y a locas. Pero, también, el miedo se contiene cuando nos cohesionamos y nos sentimos fuertes. Y para cohesionarnos hay que desarrollar actividades, conocimientos, y sobre todo hay que saber escuchar a los compañeros. En el proceso todos haremos experiencia y encontraremos las mejores formas de derrotar al capital.
Mientras tanto, no alcanza con decir «somos clasistas», o con insistir «la culpa la tenes vos que lo votastes». De lo que se trata es de unir a los compañeros, de formarnos, de ir ganando cada lucha de a una, y de ir revirtiendo poco a poco lo que es la ofensiva del gran capital que empezó hace ya casi 70 años y no ha cejado, más allá de que haya tenido muchos traspiés en el camino. Nosotros tampoco vamos a cejar, como dijo la CGT de los Argentinos allá por 1968:
«Sabemos que por defender la decencia todos los inmorales pagarán campañas para destruirnos. Comprendemos que por reclamar libertad, justicia y cumplimiento de la voluntad soberana de los argentinos, nos inventarán todos los rótulos, incluso el de subversivos, y pretenderán asociarnos a secretas conspiraciones que desde ya rechazamos.
Descontamos que por defender la autodeterminación nacional se unirán los explotadores de cualquier latitud para fabricar las infamias que les permitan clausurar nuestra voz, nuestro pensamiento y nuestra vida.
Alertamos que por luchar junto a los pobres, con nuestra única bandera azul y blanca, los viejos y nuevos inquisidores levantarán otras cruces, como vienen haciendo a lo largo de los siglos.
Pero nada nos habrá de detener, ni la cárcel ni la muerte. Porque no se puede encarcelar y matar a todo el pueblo y porque la inmensa mayoría de los argentinos, sin pactos electorales, sin aventuras colaboracionistas ni golpistas, sabe que sólo el pueblo salvará al pueblo».