por Marcelo Colussi
La televisión sin dudas que es muy instructiva… porque cada vez que la prenden, me voy al cuarto contiguo a leer un libro.
Groucho Marx
I
El arte fue, históricamente, un producto destinado a pequeñas minorías, a las elites dueñas del poder y a iniciados. Con la llegada del capitalismo y su gran producción masificada, en el siglo XX también pasa a ser una mercadería más para consumir. Surge así el arte de masas, la producción artística en serie dedicada a la gran muchedumbre de consumidores. Pero aparece entonces la pregunta: ¿es eso verdaderamente arte popular? ¿Qué entender por tal?
Definir lo popular es complejo. Puede tomárselo, desde una posición conservadora, de derecha, en sentido casi despectivo, contraponiéndolo a elegante, a refinado. En ese caso, lo popular sería lo opuesto a aquello considerado «de buena calidad»; siguiendo esa lógica, entonces, estaría vinculado con algo más bien tosco, rústico. De ahí a «salvaje» o «primitivo», solo un pequeño paso.
Pero en otro sentido, con un carácter más bien positivo, de afirmación –posición que encontramos en las izquierdas políticas, en los pensamientos de vanguardia, en las posiciones contestatarias– «lo popular» tiene el valor de reivindicación, de grito de protesta. Así, lo popular se opone a lo elitesco.
Ahora bien: si ahondamos la reflexión, en verdad ¿qué es el arte popular? ¿El surgido espontáneamente del pueblo? ¿Las composiciones anónimas como «La Cucaracha» o «Green Leaves»? –¿quién no tarareó estas melodías alguna vez?–. ¿Los versos que podemos encontrar en cualquier pared de un baño público? Groseros muchas veces, pero sumamente ingeniosos otras. ¿Las canciones de Silvio Rodríguez? ¿Un mural de Diego Rivera? ¿Una comparsa callejera? ¿Es arte popular una película de Chaplin (el actor más visto en la historia) o una pieza de The Beatles (los músicos más escuchados en el mundo, más «populares» que Jesús, según dijo John Lennon)? ¿Qué distingue a una manifestación cultural como «popular»? ¿Se debe considerar popular al «Quijote de la Mancha», el libro más vendido en todo el planeta luego de la Biblia? ¿Eso es literatura popular? ¿Lo es acaso «Harry Potter» o «El código da Vinci»? (super vendidos best sellers, conocidos en todos los continentes). Y a propósito: «La Mona Lisa», de Leonardo da Vinci es, seguramente, la pintura más conocida del orbe. ¿Es popular? ¿Es eso arte popular? Pero, ¿qué hay más popular que los cómics? ¿Quién no conoce a Superman, Popeye o al ratón Mickey? ¿Son, entonces, ellos los representantes de la cultura popular?
Vemos que hay una gran complejidad para definir cuándo una expresión cultural pasa a ser «popular». ¿Qué la define como tal: su masividad, su compromiso con las penurias de las grandes mayorías, su simplicidad? El Himno a la Alegría, es decir la musicalización del poema homónimo de Friedrich von Schiller que constituye el cuarto movimiento de la Sinfonía número 9 en re menor de Ludwig van Beethoven es, quizá, una de las piezas musicales más famosas del mundo, adoptada como himno nacional por la Unión Europea y nombrada por la UNIESCO como patrimonio cultural de la humanidad. Es, sin ningún lugar a dudas, absolutamente popular, pero nada tiene que ver con la simplicidad (es de una complejidad técnica endiablada). No hay dudas que esto de definir «lo popular» es harto difícil.
Las revistas «Vanidades» o «Selecciones» son muy conocidas, muy vendidas. ¿Las encuadraríamos como «populares» entonces? ¿Y por qué la pintura mal llamada naïf –¿quién dijo que es «ingenua» o «primitiva»?– es popular? ¿Porque la hacen pintores del pueblo sin formación académica? La Gioconda goza de mucha más popularidad en el mundo que cualquier cuadro de un pintor indígena –«naïf o primitivista»– del lago de Atitlán en Guatemala, o de Tahití, en la Polinesia. ¿Cuál es más popular?
II
Como vemos, la cuestión no es sencilla. Estas preguntas no son novedosas, en modo alguno. Sobre lo que simplemente intentaremos enfatizar es respecto a que la masividad de algo no significa, por fuerza, que sea una creación genuinamente popular; con lo que queremos afirmar, entonces, que lo popular no define, por sí mismo, la calidad de lo producido. En todo caso, dadas las características de la moderna sociedad masificada y de hiper consumo que trajo el capitalismo, y como producto de estrategias mercadológicas de comercialización de gigantescas empresas, hoy día, desde el siglo XX en adelante, asistimos a una producción cultural que llega a grandes masas pero no tiene nada que ver con los intereses profundos de la población. Y tampoco con la calidad. Lo cual fuerza, una vez más, a adoptar criterios para definir esta última. ¿Por qué decir que la Novena Sinfonía de van Beethoven tiene «más» calidad que La Cucaracha?
Hoy día figura como segundo autor en lengua española más leído, por detrás de Cervantes, nada más y nada menos que Corín Tellado, la escritora de novelas rosa (100.000 ejemplares semanales en su mejor momento de ventas). Por otro lado las fortunas que mueve el cine de Hollywood colocan a la industria cinematográfica como una de las grandes fuentes de ingreso de la economía estadounidense (85 % de la producción fílmica mundial viene de allí). Pero es sabido, de todos modos, que toda esta producción lejos está de presentar una alta calidad artística, más allá de los impresionantes efectos especiales que nos sorprenden día a día; y ese cine, sin ningún lugar a dudas, es popular en cuanto a su masividad. Los símbolos hollywoodenses son ya íconos de nuestra cultura moderna global. ¿Alguien podría atreverse a decir que no son populares? Los «buenos» y los «malos», el «muchachito ganador» y la «rubia bonita y tonta» ¿no son ya modelos prefigurados que indefectiblemente muchísimos habitantes del planeta tenemos incorporados sin haberlo pensado?
Valga agregar que muchas de las pautas culturales (que tienen que ver con el consumo y/o con la ideología dominante) del mundo contemporáneo, absolutamente globalizado, provienen de esa industria cinematográfica: se expandió el uso del cigarrillo porque las estrellas de Hollywood aparecían fumando en sus películas; nos han hecho creer que los musulmanes son «terroristas» porque así lo presenta el cine; y últimamente se premia ya no el «muchachito bueno» sino el transgresor como el ganador (síntoma de un capitalismo imperialista decadente que entroniza la impunidad como mensaje). Todos esos mensajes, completamente ideológicos, son populares, en cuanto llegan y permean a las más amplias masas. ¿Por qué se expandió el cigarrillo en las primeras décadas del siglo XX, y por qué ahora se empieza a abandonar? Porque los íconos hollywoodenses lo estipulan (ahora el cigarrillo está de salida porque el gobierno federal estadounidense prefiere bajarle el dedo, dada la enorme cantidad de juicios perdidos por las aseguradoras que debían pagar enormes sumas a los afectados por las consecuencias de ese dañino producto).
Tomemos, por otro lado, las telenovelas, producción muy común en el mercado latinoamericano y vistas en buena parte del mundo, desde Europa del Este a China, desde el África al mundo árabe. Su impacto económico es igualmente enorme, y para algunos países como Venezuela, México, Colombia, Brasil, Argentina, su volumen comercial es asunto de Estado. De hecho, en muchos canales las telenovelas actúan como una columna vertebral de la programación de la estación, ya que si son exitosas ayudan a mejorar los niveles de audiencia del resto de la oferta televisiva de la señal. Es por eso que las estaciones televisivas destinan grandes presupuestos en la producción de este tipo de programas. Además las telenovelas son un producto de exportación en que los derechos de transmisión son vendidos a otros países del mundo, generando aún más ganancias.
¿Quién no ha visto alguna vez «Alcanzar una estrella», «Cristal» o «Betty, la fea»? «Kassandra» tiene el récord Mundial de Guinness por ser la telenovela vista en más países (128 en total). Durante la guerra de Bosnia existía un alto al fuego durante la transmisión de la telenovela brasileña «La Esclava Isaura», y de acuerdo a datos suministrados por la UNESCO, en 1999 en Costa de Marfil muchas mezquitas adelantaron sus horarios de oraciones para permitir a los televidentes disfrutar de la mexicana «Marimar». ¿Son esas expresiones de arte popular?
Folletines, novelas por entregas, fotonovelas, radioteatros, telenovelas, cine de entretenimiento, oferta musical masiva, best sellers, cómics: en todas estas expresiones culturales que nos deja la industria capitalista hay un común denominador. Son todos productos concebidos desde un planteamiento empresarial, son mercaderías preparadas, ante todo, para ser vendidas. A partir de ello, la mercadería –con las diferencias del caso en cada ámbito– tiene siempre un sello distintivo: son «novelas rosas». Es decir: mercaderías fabricadas para que el consumidor entre en un mundo imaginario, sin cuestionamientos, sin preguntas. El goce estético profundo es reemplazado por la satisfacción inmediatista, simplona. Como dijera el escritor español Javier Memba: «Calidad y comercialidad raramente conjugan, esa es la opinión generalizada de la crítica en todas las manifestaciones culturales».
Preguntado sobre la «novela rosa», el escritor cubano Reynaldo González así se expresó:
«Surgió como parte de los reclamos publicitarios de los periódicos de las grandes capitales, para aumentar el número de lectores. Acuñó un descubrimiento: el del público lector femenino, para el que establecieron fórmulas, mensajes y un alambicamiento que dejaba a sus lectoras como presas dúctiles de la moral heredada. A las mujeres destinaron esa “producción” –nunca mejor colocada la palabra, pues como a tal se la veía–, con cuanto de peligroso conductivismo tiene esa concepción de un trabajo que originalmente debería considerarse artístico. Degeneró en industria, en procedimiento serializado. (…) La llamada “novela rosa” es parte de la subcultura. Evidentemente, lo es porque no genera nuevas ideas, sino que reitera y consagra cuanto constituye el statu quo, asevera lo ya sabido y se apoya en recursos ya descubiertos por la literatura verdadera, la que implica riesgos ideoestéticos. [(…) Debe remarcarse] su subliminal magnificación del consumismo y su afirmación de conceptos de vida que subrayan el quietismo frente a las convulsiones sociales».
III
En un sentido amplio, toda la producción cultural masificada tiene estas características de «novela rosa». «El best seller es fundamentalmente un producto más de la moda, un producto equivalente a una superproducción cinematográfica, a un ritmo musical, a un perfume, y hasta a un modelo de coche», se expresaba el español Luis Goytisolo hablando de la literatura comercial, pero reflexionando sobre la totalidad de esta nueva mercadería que la gran empresa nos vende día a día. Dicho en otros términos: la producción artística, o al menos buena parte de ella, a partir de la masificación consumista que trajo el capitalismo desde fines del siglo XIX y ya en forma imparable en el XX, se trocó en «industria del entretenimiento». Por cierto, industria muy redituable: en el año 2016, para no olvidar el dato, la facturación de toda esta parafernalia de la «industria cultural» (periódicos, libros, radio, cine, televisión, discos, videoclips, videojuegos, Internet) ronda los dos billones de dólares.
Esto implica una serie de problemas, abre interrogantes. ¿Acaso no tienen derecho las grandes masas populares a acceder a una producción que por milenios le estuvo vedada? En esa lógica, entonces, podría decirse que la gran industria en serie del capitalismo trajo mejoras a la humanidad, en todo sentido, incluido también el campo de la cultura. Desde la imprenta de Gutenberg o el daguerrotipo en adelante, las grandes masas populares pudieron empezar a tener contacto con el mundo selecto de las artes, de las letras, de la producción cultural en su sentido amplio. Hoy día, desde un teléfono celular en cualquier parte del planeta, cualquiera puede, por ejemplo, recorrer las galerías del Museo del Louvre, o tener acceso a toda la obra literaria de cualquier autor clásico. Desde la primera impresión de Gutenberg al internet de alta velocidad y los teléfonos inteligentes, solo un paso. El paso se dio, y se sigue dando con una velocidad asombrosa, por lo que hoy millones de millones de seres humanos en todo el mundo se supone que pueden gozar del arte, tener acceso a la cultura, leer, investigar, gozar las más grandes producciones culturales de la humanidad. Pero… ¿gozan del arte? ¿Qué recibe la gran población con toda esta oferta de «entretenimiento» llevado hasta su casa? Tal vez arte; pero quizá, más seguramente: diversión, pasatiempo. Dato interesante: los libros más vendidos en el planeta son los de autoayuda («¡Si usted quiere, puede!»), los únicos para los que las casas editoriales invierten, no pidiendo a sus autores que se autofinancien la impresión.
Por supuesto que todos tenemos derecho a divertirnos. Por otro lado, la diversión es parte imprescindible de la dinámica humana. Es vital para nuestro equilibrio emocional, y una buena parte de nuestra vida la dedicamos a actividades que nos reportan goce. Lo importante a remarcar, no obstante, es la manipulación grosera que se esconde en esta «industria del entretenimiento». Es negocio, básicamente; y no para el pueblo consumidor precisamente. Por otro lado, es una producción concebida como mercadería banal, fácil de digerir, que lo único que hace es reforzar el estereotipo de «el que piensa, pierde. Tenga su tarjeta de crédito y… diviértase». Esa, seguramente, es la arista más grandemente cuestionable: no hay nada de arte, y lo más abundante, lo más constatable es el manejo del público a quien se dirige.
No es ninguna novedad que el gran comercio mediático, esto que se dio en llamar «industria del entretenimiento», manejado siempre por grandes corporaciones globales de las potencias capitalistas, termina siendo, junto a fabuloso negocio, la más poderosa arma de control social que generó el sistema. Eso ya se entrevía décadas atrás, cuando comenzaba la monopolización de la comunicación masiva. En el Informe «Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo», más conocido como Informe MacBride, presentado en la Conferencia General de la UNESCO en Belgrado, 1980, se alertaba ya que «la industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales». Se decía asimismo que «con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de información. Los responsables de los medios de comunicación social deberían incitar a su público a desempeñar un papel más activo en la comunicación, al concederle un lugar más importante en sus periódicos o en sus programas de radiodifusión con objeto de que los miembros de la sociedad y los grupos sociales organizados puedan expresar su opinión». Es decir que hace casi 40 años atrás se denunciaba una tendencia ya evidente en aquel entonces, y que con el curso del tiempo fue agigantándose: la monopolización comunicativa unilateral, con los peligros que eso conllevaba.
Hoy en día es groseramente evidente esa tendencia: la clase dominante global (estamos en una fase de globalización total de los capitales) logra el control del mundo, además de con armas cada vez más poderosas, con estas «armas» ideológico-culturales. De hecho, para ejemplificarlo con algo icónico, la vanguardia de la producción cinematográfica capitalista: Hollywood (con una película puesta en el mercado cada 36 horas transmitiendo las bondades del american way of life), es una muy sopesada avanzada del gobierno federal de Estados Unidos.
En definitiva: esta difundida cultura popular, de popular no tiene más que la masividad. Y eso, lo sabemos, no es sino una forma descarada de utilización de la gente. Pues, como dijo Adolf Hitler:
«¿A quién debe dirigirse la propaganda? ¿A los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (…) La tarea de la propaganda no consiste en instruir científicamente al individuo aislado, sino en atraer la atención de las masas sobre hechos y necesidades. (…) Toda propaganda debe ser popular, y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige».
Ya sea desde una posición de derecha que homologa «popular» con grosero, propio de «la chusma», o desde una de izquierda que lo asimila a una reivindicación y empatía para con los oprimidos, ambas lecturas del fenómeno cultural en tanto «hecho popular» pueden ser cuestionables. Si existe alguna posibilidad de arte o cultura popular –noción discutible por cierto; el arte es arte, a secas–, su condición de popularidad radica en el acceso masivo que toda la población puede tener para con él.
¿De dónde salió el prejuicio que lo popular debe ser de baja calidad? Eso es, justamente, lo que permite desarrollar una industria del entretenimiento basada en el desprecio por el buen gusto, «fácil» de digerir, pensada más bien como anestesia. «La gente quiere basura, por tanto le damos basura» se escucha decir con ligereza a más de un productor televisivo o cinematográfico. ¿Quién puede asegurar que eso quiera la gente? Cuando las poblaciones tienen otras oportunidades van más allá de la cosa ramplona. Véase, como ejemplo, Cuba, o la ex Unión Soviética. En promedio, en esas dos sociedades está la mayor cantidad de lectores de literatura (no de best sellers). ¿Quién dijo que la gente «quiere basura»? Eso quiere (¡y necesita!) el sistema para perpetuarse.
Vladimir Lenin, líder de la revolución bolchevique, consultado alguna vez sobre por qué usaba camisas de seda siendo un militante comunista, contestó que él luchaba para que «todos pudieran usar ese tipo de ropa». ¿Quién dijo que el arte, o la producción cultural en su sentido más amplio, debe ser producto de elites? Lo popular está en lo masivo, pero lo masivo puede –debe– ser algo más que un videojuego que transmite valores de consumismo y hedonismo individualista, o la telenovela «rosa» donde la empleada doméstica se termina casando con el acaudalado patrón. ¿Por qué tenemos que estar condenados a Hollywood? «El mal gusto está de moda», dijo el cubano Pablo Milanés. Pero… ¿quién impone las modas? Podemos –¡debemos!– ir más allá de las banalidades.
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