por Marcelo Colussi*
La reciente detención en Miami, Estados Unidos, del candidato presidencial guatemalteco Mario Estrada por hechos de corrupción (pretendido contacto con el Cartel de Sinaloa para pedir financiamiento para su campaña a cambio de impunidad total para el narconegocio de ganar la primera magistratura), desató una andanada interminable de comentarios, análisis y tomas de posición. El presente escrito es uno más de ellos pero, quizá, con una particularidad: no se detendrá tanto en juzgar la inmoral y condenable conducta del ahora reo de la justicia estadounidense, sino que pretende ser una reflexión quizá algo más amplia.
Las sociedades marchan de acuerdo a normativas establecidas; quienes no entran ahí, quienes no se adecuan aceptablemente van o al manicomio (psicóticos) o a la cárcel (en general: psicópatas). Los demás (neuróticos, llamados normales) más o menos soportamos la vida y vamos pasándola. Los hechos corruptos, atentatorios de esas normas sociales, son condenables. La sociedad «sana» se cuida muy bien de los ilícitos, y los castiga ejemplarmente. En algunos casos, como en la República Popular China, los hechos corruptos se castigan incluso con pena de muerte. Sin ningún lugar a dudas, tales actos son abominables, porque atentan contra el todo social, perjudican, dañan. Pero, ¿qué es la corrupción exactamente?
En 1988, un sínodo de obispos en Ecuador la consideró (caracterización que sigue siendo absolutamente válida al día de hoy): Un mal que corroe las sociedades y las culturas, se vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo (…) mientras utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación social. (…) Refleja el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos.
Como se ve, es una definición bien amplia donde pueden entrar un sinnúmero de prácticas y conductas sociales. Honradez y justicia. ¿En qué medida existen? Si queremos ser rigurosos en la investigación, las cosas se comienzan a complicar.
Las sociedades, todas, presentan un discurso oficial, institucionalizado, ¿políticamente correcto habría que decir?, de sus principios morales –el que nos enseñan desde chiquitos en las escuelas y/o iglesias y repetiremos toda la vida– y una dinámica distinta, la real, que no necesariamente se corresponde en un todo con esa versión oficial. Virtudes morales, honradez, justicia… son palabras bastante altisonantes (igual que democracia, o libertad) que pueden dar para todo. En su nombre se puede hacer cualquier cosa, incluso muchas de las cuales están realmente reñidas con la honradez y la justicia. Todo lo cual nos permite ver que la edificación civilizatoria humana… tiene mucho de mentirosa. En realidad, en las sociedades de clase basadas en la explotación de las grandes mayorías por parte de un pequeño puñado de propietarios de los medios de producción, la mentira es el basamento primero del edificio social. El Estado y toda la normativa jurídica no es sino una justificación de una mentira originaria, de una verdad siempre escamoteada. ¿Quién produce la riqueza? La clase trabajadora. ¿Quién se la apropia? Esa minúscula fracción de potentados. Luego vienen las justificaciones. Y así llegamos a que «los pobres son pobres porque no trabajan duro», o los ricos son «emprendedores arriesgados».
Marx dirá que el primer robo de la historia es, justamente, la propiedad privada («es delito robarse un banco, pero más delito aún es fundarlo», decía provocativo Bertolt Brecht, ampliando la idea). Luego vendrá todo el aparato que invisibiliza esa realidad originaria, el robo que hay en juego, la mentira fundacional. La mentira, debidamente tratada, se convierte en verdad. (Esto siempre fue así. Ahora, más patéticamente, con un capitalismo neoliberal atroz sin anestesia, la posverdad –léase: la mentira institucionalizada y aceptada como «normal»– pasó a ser la norma dominante. La enseñanza goebbeliana marcó rumbo).
Cuando hablamos de corrupción, por distintos motivos ya tenemos hondamente incorporada la idea (cuestionable, por cierto) que la une con conductas delictivas por parte de funcionarios públicos (desde un agente de policía hasta un presidente) donde aparece el soborno, el robo encubierto (sobrefacturación) o las «comisiones» como lo distintivo. Pero si estamos con la definición aportada más arriba, la corrupción es mucho más que eso, no solo porque hay corruptos en tanto hay corruptores, sino porque ¡el cimiento mismo del mundo es corrupto, engañoso, hipócrita!
Quizá por nuestro proverbial complejo de inferioridad latinoamericano, es ya moneda corriente pensar que pasó a ser nota distintiva de la «clase política» de la región una inveterada actitud corrupta. Lo de Mario Estrada, aunque impacta, no se hace especialmente raro porque «los países pobres son particularmente corruptos».
Podríamos dar por terminada la reflexión ahí, quedándonos con la idea que efectivamente en el Sur prima la pobreza y la corrupción, mientras que el Norte próspero es «honrado y trabajador» (¿el secreto de su éxito?). Ese candidato presidencial detenido «refleja el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia». ¿Nos quedamos con el discurso oficial, o lo profundizamos?
Si lo profundizamos, vemos claramente la mentira en juego. Lo que puede hacer un candidato presidencial de un país pobre (capitalista pobre, subdesarrollado y dependiente, para ser exactos) es bochornoso, corrupto, totalmente enjuiciable… tanto como lo son similares procederes en el Norte. Si es cierto que la corrupción «se vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo» pues «afecta a la administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación social», políticos profesionales como el referido Mario Estrada son niños de pecho al lado de lo que sucede con quienes juzgan (desde una posición de poder, de superioridad) al Sur, y hacen exactamente lo mismo. ¡O cosas absolutamente peores!
Las guerras nos las declaran los corruptos políticos del Sur, o si lo hacen, es siguiendo los mandatos que reciben de las potencias del Norte. ¿Y quiénes fabrican y venden las armas que se utilizan en esas guerras? ¿Quién fija los precios de las materias primas? Los corruptos y decadentes políticos del Sur no. ¿Y quién distribuye la tonelada y media de drogas ilegales que diariamente ingresa a Estados Unidos? ¿Algún político del Sur decide las campañas mediáticas que fijan la opinión pública mundial? El racismo que segrega y mata a tanta gente no es patrimonio de los abominables funcionarios públicos del Sur… La lista de tropelías de demasiado larga: y no se trata de procedencias geográficas. ¡Los humanos somos capaces de eso!, en cualquier punto del globo. Junto a un Hitler (¿raza superior?) hay un Idi Amín, junto a la Coca-Cola o las petroleras anglosajonas están las maquilas en condición de semiesclavitud, o los niños-soldados del África extrayendo coltán. ¿Quién es el corrupto ahí? ¿Son honradas y justas las decisiones del Fondo Monetario Internacional? ¿Son moralmente encomiables la explotación inmisericorde de la mano de obra barata de las empresas deslocalizadas del Norte, o los paraísos fiscales? ¿Para qué se dona dinero para la reconstrucción de Notre Dame: por bondadosos o para blanquear capitales (evadir impuestos)?
Todas estas aberraciones (injusticias e inmoralidades) son parte de la estructura «normalizada» del mundo, debidamente justificada. Se entiende ahora por qué las sociedades de clase están basadas en una deleznable mentira. No hay ni honradez ni moralidad a la vista. Hay mentira y más mentira. Y el discurso oficial se llena la boca con esas altisonantes palabras de libertad, honradez, democracia, justicia. ¿Cómo pueden unos cuantos ancianos misóginos viviendo en Roma decidir sobre la conducta sexual de las mujeres del mundo? ¿Por qué se mantienen muchas veces los matrimonios pese a que desde años duermen en camas separadas? Hay demasiada mentira en juego, demasiada hipocresía.
Mario Estrada es un delincuente apresado por la DEA; pero ¿por qué la DEA solo incinera un 5% de la droga decomisada? ¿Dónde va a parar el resto? El corrupto panameño Arnoldo Noriega ahora purga prisión en Estados Unidos por narcotraficante. ¿Era «moralmente virtuoso» cuando era agente de la CIA? En Núremberg se juzgó a los asesinos jerarcas nazis (perdedores de la guerra); ¿por qué no se juzgó a quienes lanzaron armas nucleares sobre población civil no combatiente en Japón?, ¿porque fueron ellos los ganadores? El empresario no explota al trabajador sino que le da oportunidades de trabajo. ¿Tendremos que seguir creyéndonos todo esto? Hay demasiada mentira en juego, demasiada hipocresía.
Esto lleva a las dos ideas finales: ¿es esta «malicia» una característica de la humano? La explotación, la injusticia, el afán de poder, la soberbia, ¿son características inmanentes a nuestra especie? Si lo fueran, no podría existir la esperanza de un mundo de justicia como es el socialismo (pero donde también hay corrupción, «la principal amenaza a la revolución», según reconociera Fidel Castro). Si nos quedáramos con que nuestro destino está marcado por este «fatalidad biológica, natural», de la búsqueda de supremacía sobre el otro, de esta instintiva «malicia», ¿para qué intentar cambiar el curso de la historia? Nada demuestra que esto sea natural ni imperecedero. Con lo que llegamos a la última idea, la conclusión final: el mundo no es ni, seguramente, podrá ser nunca un paraíso (el único paraíso es el perdido). Pero el capitalismo, al menos para el 85% de la población planetaria, acerca más que nadie al infierno.
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