por Pablo Pozzi
Los medios argentinos, los medios norteamericanos, Wall Street, George W. Bush junto con otros políticos republicanos ya declararon vencedor a Joe Biden. Eso sí, México, Rusia y China aún siguen esperando que se resuelvan las impugnaciones. ¿Están siendo cautos, o quizás simplemente no quieren reconocer que Biden ganó «contundentemente» como él mismo dijo? También existe la posibilidad de que sean aún más respetuosos de la legalidad que la Unión Europea. Y, por supuesto, siempre puede ser que retengan el reconocimiento como baza de negociación frente a relaciones futuras.
Mientras tanto, algunas cuestiones son importantes. La primera es que siguen saliendo datos sobre posibles fraudes en las elecciones norteamericanas. Desde el funcionario electoral en Wisconsin que ha testificado ante fiscales que fue ordenado a completar o arreglar votos que estaban incompletos en cuanto a firmas, sellos y direcciones, hasta Richard Hopkins, empleado postal de Michigan, que declaró que los votos por correo fueron antedatados para poder contabilizarlos. Fueron docenas los que certificaron ante diversas autoridades de las prácticas fraudulentas durante los comicios. Barack Obama declaró que todo eso era imposible y que «ninguna persona seria puede sugerir que se puede cometer fraude en las elecciones norteamericanas». Obama parece haberse olvidado de la elección de 1960 cuando la mafia acordó con los Kennedy fraguar las elecciones en Illinois, y la elección de 2000 con los votos de Florida, ni hablar de las maquinarias políticas de Chicago y Nueva York. También parece haberse olvidado que durante cuatro años los Demócratas plantearon que, con la ayuda de Rusia y Putin, Trump había «arreglado» la elección de 2016. Pero no hace falta ir tan atrás. Hace apenas cuatro meses el juez en lo electoral de Filadelfia, Dominick DeMuro, junto con el exdiputado Michael Myers fueron juzgados y condenados por falsificar resultados electorales vendiéndolos al mejor postor.
Un aspecto interesante es cómo los medios a través del mundo parecen haberse unido, a pesar de grietas varias y diferencias ideológicas, en torno a la defensa de la excelencia electoral norteamericana. Y no es una simple manipulación, sino que luego de un siglo de incesante propaganda, el sentido común parece haber aceptado que Estados Unidos es igual a capitalismo que es igual a democracia. Como me dijo un amigo, profesor universitario y muy culto: «no me molestes con los hechos, yo creo lo que quiero creer».
Pero lo principal de las elecciones no es el tema del fraude, que de por sí debilita el sistema político norteamericano, sino más bien por qué tanta gente votó a Trump. Casi 71 millones de norteamericanos votaron a Trump luego de cuatro años de lo que Thomas Friedman, columnista del New York Times, denominó «la presidencia más divisiva y deshonesta de la historia norteamericana». Esto luego de que Noam Chomsky tildara a Trump de «el mayor criminal en la historia de la humanidad». Dejemos de lado la hipérbole de ambos (¿Trump fue más criminal que Hitler? ¿Más que Truman que lanzó dos bombas atómicas?). Ya Hillary Clinton había denominado a los votantes trumpistas de ser «una canasta de deplorables», y Biden los tildó de «chumps» (tontos). Otros analistas hicieron referencia a la ignorancia, el racismo, la misoginia. Y nadie trató de entender el fenómeno.
Lo primero a considerar es que votaron casi 161 millones de personas, sobre una población de 331 millones. Es interesante considerar que más o menos 82 % son residentes en zonas urbanas, un porcentaje bajo para un país industrializado del primero mundo. Del total de habitantes, 22 % son menores de 18 y no pueden votar. Eso implica que 258 millones podrían concebiblemente empadronarse y emitir su voto. Pero como el voto no es obligatorio, más o menos 20 % no están empadronados. Eso deja un universo de posibles votantes empadronados de 200 millones de personas. O sea, a pesar de las numerosas disputas cerca de 19 % de los empadronados no se molestaron en emitir su voto, mientras que 161 millones sí lo hicieron. En el contexto de la polarización, y la fuerte lucha entre ambos partidos mayoritarios esto señala la existencia de una profunda anomia política, sobre todo si a los no votantes agregamos aquellos que ni se molestaron en empadronarse. Esos no votantes no lo hacen porque ninguno de los posibles ganadores va a cambiar su vida. El resultado es que votó un por encima del 81 % del padrón (un récord histórico, aunque mis colegas insisten que votó el 71 % del padrón, pero no sé cómo hacen el cálculo), pero solo 60 % del universo posible. El gran triunfo de Biden representó que solo un 35 % de los posibles votantes lo eligieron. Lo cual implica un profundo problema para la democracia norteamericana: la vasta mayoría de los norteamericanos no participa del sistema político ni se encuentra representada por el presidente electo (ni Biden ni los anteriores).
Pero volvamos a Trump y los trumpistas. Aun perdiendo, los 71 millones de personas que votaron por Trump son más de los que votaron por Obama en 2008 y 2012. Son muchos millones para ser todos «chumps». En particular, porque cuando revisamos los datos encontramos que tan tontos no son. Primero porque tenían la opción de un fiel representante de las políticas que los habían empobrecido durante tres décadas. En cambio, Trump siempre admitió la decadencia de Estados Unidos mientras prometía solucionarla. A diferencia de los sectores progresistas, que hablan el lenguaje de las políticas de identidad, Trump lo hace en el lenguaje tradicional del nacionalismo patriotero. Cuando acusa al establishment de no defender a los trabajadores, tiene razón. A diferencia de Obama con la crisis de 2008, Trump hizo que el Estado gastara un billón (trillón para ellos) de dólares para ayudar directamente a los hogares más pobres. Eso incluyó 670 mil millones en créditos para pequeñas empresas, 350 mil millones en subsidios al desempleo, un cheque por 1200 dólares para todas las familias a nivel de pobreza, y un bono a los salarios de los trabajadores de la salud. A eso hay que agregar 70 mil millones en pagos directos a granjeros pequeños y medianos afectados por la guerra comercial con China. De ahí que sus porcentajes de votantes aumentaron entre trabajadores y desempleados, entre granjeros, entre mexicanos de Texas y Arizona, entre afroamericanos de Michigan e Illinois. Todo esto se sustenta en un proyecto político con firmes bases en la cultura norteamericana: el racismo, el nacionalismo, el machismo, la xenofobia. Pero eso no quita que lejos de ser «tontos» muchísimos norteamericanos votaron por lo que más se acercaba a sus intereses.
Por eso, y por mucho que nos cueste admitirlo, el trumpismo está aquí para quedarse. Es la punta del iceberg de una profunda crisis política norteamericana. El mero hecho de que se insista en la victoria de Biden, sin investigar las múltiples acusaciones en su contra, no puede hacer más que profundizar esta crisis. Políticamente, hoy por hoy, Estados Unidos es una olla a presión, que puede estallar en cualquier momento.