Banderas de EEUU y Rusia

La guerra de Ucrania y el Torneo en las Sombras

por Pablo Pozzi

Durante más de un siglo uno de los teóricos más influyentes, y desconocidos, fue uno de los fundadores de la London School of Economics, Halford Mackinder. Este geógrafo inglés de la Era Victoriana fue el primero en plantear la centralidad de la masa geográfica euroasiática en la construcción de una potencia hegemónica mundial. Así, si se lograra conformar una alianza entre Rusia y alguna otra potencia como Alemania en el siglo XIX o China el día de hoy, estaríamos en el amanecer de un imperio mundial. De ahí la importancia de Europa del Este y el Cercano Oriente en la geopolítica mundial. Los planteos de Mackinder han sido influyentes en toda una serie de estrategas occidentales desde los británicos Disraeli y Gladstone hasta Zbignew Brzezinski.

Mackinder sintetizó el pensamiento de lo que se denominó, durante un siglo, «la escuela imperialista» que se caracterizó, principalmente, por su afán de expandirse a través de la masa euroasiática. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX, Inglaterra llevó adelante una cantidad de medidas diplomáticas y militares para mantenerse como la potencia preeminente en el Medio Oriente. Su gran contrincante fue la Rusia zarista cuyos grandes objetivos eran el desmembramiento del Imperio Otomano y la decadencia de los británicos en la India. Esta lucha fue asemejada a una gran partida de ajedrez, con pueblos y naciones como piezas, y la llamaron el Torneo en las Sombras. Un elemento clave, de lo que también denominaron el Gran Juego, fue que lo que se decía no era lo que se hacía. Dicho de otra manera, fue la gran época de las «fake news». Con el conflicto ucraniano parecería que estamos en una nueva edición del torneo, pero esta vez con Estados Unidos reemplazando a Gran Bretaña como protagonista central. Lo que está en juego es que una de las potencias se resigne a dejar de serlo: mejor dicho, a que Rusia deje de serlo, mientras Estados Unidos continúa su decadencia sin interrupciones.

Esto no es nuevo. Por detrás de la Guerra Fría y la lucha contra «el comunismo ateo y bárbaro», estaba el esfuerzo norteamericano por desarrollar y mantener su hegemonía mundial. La disolución de la URSS pareció poner fin al Torneo, cuando en realidad abrió lugar a una segunda etapa. Gorbachov y sus sucesores, convencidos que el enfrentamiento con Estados Unidos era ideológico, pensaron que la caída del estado soviético podría inaugurar una era de relaciones amistosas entre dos potencias capitalistas. Y mientras Yeltsin y sus asesores se esforzaban por tener buenas relaciones, los norteamericanos avanzaban firme y silenciosamente para extender su influencia sobre lo que habían sido las naciones en la esfera soviética.

Según el profesor de la Universidad de Princeton y miembro informante de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Richard Falk:

Los problemas geopolíticos comenzaron a gestarse cuando las ambiciones adicionales de la OTAN se ampliaron, para incluir específicamente a Bielorrusia, Georgia y Ucrania. Separar a estos pueblos eslavos de Rusia mediante la afiliación a la Unión Europea, y aún peor con la membresía formal en la OTAN, no solo fue una amenazante humillación para Moscú, sino un desafío directo a su esfera de influencia que tenía profundas raíces que se remontaban a la época zarista. Bill Clinton tiene cierta responsabilidad por optar por una Doctrina de Ampliación para ampliar el número de estados democráticos en todo el mundo, una concepción imperial liberal convertida en arma por George W. Bush al presentar una racionalización parcial de la Guerra de Irak.

Anthony Lake, «From Containment to Enlargement» Clinton Digital Library, Sept. 21, 1993; John Mearsheimer, «The False Promise of Liberal Hegemony» Stimson Lecture, Yale University, Nov. 22, 2017.

Mientras tanto los empresarios occidentales saqueaban Europa del Este en la década de 1990, el Departamento de Estado, la CIA y el National Endowment for Democracy hacían caer una lluvia de dólares sobre todos aquellos políticos anti rusos que deseaban cobijarse bajo el paraguas y la dominación del imperio norteamericano. La contrapartida de esta «ayuda» económica era facilitar tanto la penetración de las empresas norteamericanas, como la integración de estas naciones al Pacto de la OTAN. Aquellos que retenían algunos visos de independencia, como Yugoslavia, se vieron desmembrados por las fuerzas de la OTAN en apoyo de movimientos escasamente democráticos como los paramilitares (y supuestamente narcotraficantes) del Ejército de Liberación de Kosovo. Más aun, la OTAN intervino en lugares alejados de su mandato original como cuando destruyó la Libia de Muamar Khadafi.

Todo lo anterior le permitió a Estados Unidos una década de hegemonía incuestionada, pero que no resolvió su decadencia económica. O sea, la tasa de ganancia sobre capital invertido viene en descenso desde hace ya más de cuatro décadas. Esta decadencia, traducida en incrementos en la inflación, la tasa de desempleo y la productividad por hora trabajada además del crecimiento del sector especulativo en detrimento del productivo, hizo eclosión en 2009 generando descontentos entre la población norteamericana y fricciones entre los sectores de la clase dominante en torno a la política a seguir en el futuro. Para todo un sector, acaudillados por el Claremont Institute de California, la política inaugurada sobre todo por Clinton no había logrado detener la decadencia, y menos aún frenar el ascenso de China. Por ende, había que encarar una nueva política exterior donde se enfatizara a China como enemigo, mientras se mejoraban las relaciones con sus posibles aliados como Rusia. Esta fue la perspectiva del gobierno de Donald Trump, y explica el deshielo en las relaciones con Moscú, el diálogo con Corea del Norte, mientras aumentaba la presencia militar norteamericana en África y los mares de Asia.

El sector contrario, que se remontaba a la era Reagan, y tuvo continuidad en los gobiernos demócratas y republicanos de los Bush, Clinton y Obama, considera que hay que enfrentar a ambos, Rusia y China, elevando la presión sobre Rusia no solo para acceder a sus recursos naturales sino para dificultar ese acceso tanto a China como al otro gran rival, la Unión Europea. Este sector, heredero directo de las teorías de Mackinder, tiene fuertes vínculos con el complejo militar industrial. Así el secretario de Estado de Biden, Anthony Blinken, un especialista en Europa del Este y China, fue segundo del Asesor de Seguridad Nacional de Obama, y es cofundador y dueño de WestExec Advisors una empresa que se dedica a «facilitar» la negociación de contratos entre diversas corporaciones y el Pentágono. Blinken y varios otros ejecutivos de WestExec y empresas similares han servido en todos los gobiernos desde 1980 hasta el día de hoy, excepto los cuatro años de Trump. Por ejemplo, Victoria Nuland, esposa de Robert Kagan, que fue uno de los principales asesores de los Bush, y que fue el artífice del auge de los neonazis en Ucrania. Ni hablar de Janet Yellen, ahora secretaria del Tesoro, que fue Presidenta de la Reserva Federal entre 2014 y 2018 (o sea, sirvió «con honor» bajo ambos Obama y Trump).

Para este sector, el gobierno de Trump fue un desastre, no solo por lo errático del «Presidente de la cabellera naranja», sino sobre todo porque pretendía alejarse de las políticas nacionales e internacionales que nos habían brindado desde la crisis subprime hasta las guerras de Iraq y Afganistán. Esas políticas empobrecieron a millones de norteamericanos, pero también significaron que los 100 multimillonarios más grandes de Estados Unidos triplicaron y cuadruplicaron sus fortunas en menos de una década y media. Este sector orquestó la campaña electoral de Joe Biden, un demócrata derechista con fuertes vínculos con el complejo militar industrial y, a través de su hijo Hunter, con los neofascistas ucranianos. Su triunfo implicó un retorno a la política anterior a Trump, pero esta vez de forma recargada.

En cuanto asumió la Presidencia el nuevo giro se hizo evidente. Por un lado, Biden nombró al Departamento de Estado a toda una serie de expertos que se destacaban por su larga tradición antirrusa. Entre estos nuevos funcionarios no hubo progresistas y tampoco moderados. De hecho, sus principales artífices en política exterior pueden ser todos denominados «halcones». Es notable que han servido en los gobiernos de Obama y también en los de George W. Bush, y que todos están vinculados al complejo militar industrial y a diversas propuestas de intervención militar en el mundo. En todos los casos, su eje central es revertir el deterioro del poderío mundial norteamericano, enfrentando «con decisión» al «expansionismo ruso y chino». Al mismo tiempo, no hay especialistas en América Latina o África. Todos ellos concentran sus conocimientos en Rusia y China. Por otro lado, Biden anunció su nueva postura cuando acusó a Putin de ser un «asesino» y «gánster», no exactamente términos que faciliten el diálogo diplomático.

Por su parte, como señaló el profesor de la Universidad de Pennsylvania en West Chester, Lawrence Davidson:

Una vez que Moscú se recuperó de la interrupción que acompañó a la caída de la Unión Soviética, se encontró frente a una situación que acentuó su vulnerabilidad histórica a la invasión del oeste. Los líderes rusos dedicaron mucho tiempo y energía a tratar de explicar sus preocupaciones tanto a los líderes occidentales como a la prensa occidental. Sus esfuerzos cayeron en oídos sordos. Cuando los líderes ucranianos comenzaron a hablar de unirse a la OTAN, los rusos entraron en modo de crisis. Sus primeros pasos fueron no violentos: exigieron un tratado de seguridad reconocido internacionalmente que hubiera detenido la expansión de la OTAN hacia el este y detenido la ambición de Ucrania de unirse a la alianza. Esta fue una señal segura de que Rusia tenía una línea roja que el tratado propuesto estaba diseñado para proteger. Tanto Washington como los europeos rechazaron esta propuesta. Es muy probable que supieran que este rechazo obligaría a los rusos a actuar militarmente contra. A su vez, los líderes ucranianos claramente creyeron que la OTAN y Washington los apoyarían, por lo que se arriesgaron a la guerra con Rusia.

Después del golpe de estado de 2014 en Ucrania, los Protocolos de Minsk fueron un intento de un acuerdo pacífico con Rusia a través de «un alto el fuego, la retirada de las armas pesadas del frente, la liberación de los prisioneros de guerra, la reforma constitucional en Ucrania que otorga el autogobierno a ciertas áreas de Dombás, y restaurar el control de la frontera estatal al gobierno ucraniano». Esta fue la base para mantener la paz en la región. Pero, al mismo tiempo, implicaba aceptar la estabilidad y recuperación de Rusia como potencia regional. Desde la perspectiva del Torneo y de los herederos de Mackinder esto era inaceptable, por lo que los diversos gobiernos ucranianos, con el respaldo norteamericano, jamás acataron los protocolos que habían firmado.

El periodista Vijay Prashad entrevistó al dirigente ucraniano Dimitryi Kovalevich que señaló: «La guerra en Ucrania no comenzó en febrero de 2022. Comenzó en la primavera de 2014 en el Dombás y no se ha detenido en estos ocho años». Kovalevich es miembro de Borotba (Lucha), una organización comunista en Ucrania. Borotba, al igual que otras organizaciones comunistas y marxistas, fue prohibida por el anterior gobierno ucraniano de Petro Poroshenko respaldado por Estados Unidos en 2015. El lenguaje de los acuerdos de Minsk fue, como dice Kovalevich, «suficientemente liberal para el gobierno». Las dos repúblicas de Donetsk y Lugansk habrían seguido siendo parte de Ucrania y se les habría otorgado cierta autonomía cultural (esto estaba en la nota al pie del artículo 11 del Acuerdo de Minsk II del 12 de febrero de 2015).

Asimismo, el nuevo gobierno de Joe Biden retomó los sus esfuerzos iniciados por George H.W. Bush y continuado por sus sucesores, excepto Trump, por extender la OTAN hacia el este de Europa, mientras reforzaba sus tropas y equipos militares en naciones como Polonia. Esto último es notable porque la prensa norteamericana y mundial estaba llena de informes sobre esta situación, que han casi totalmente desaparecido a poco de iniciado el conflicto. Por ejemplo, el New York Times informaba que, una vez comenzada la guerra, Estados Unidos había acelerado su entrega de armamentos comenzada una década antes. De la misma manera, Washington reconoció que había instalado 26 laboratorios para producir armas bacteriológicas en Ucrania. Y también se informaba de la instalación de misiles nucleares apuntando a Rusia en Polonia y Rumania.

Biden reiteró el respaldo diplomático al gobierno ucraniano para continuar con sus esfuerzos por «limpiar de rusos» las regiones rusoparlantes de Lugansk y Donetsk. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos descubrió que más de 14.000 civiles rusoparlantes habían sido muertos por las milicias neofascistas ucranianas (como el Batallón Azov) en el conflicto en curso en Donetsk y Lugansk a pesar de los acuerdos de Minsk. En los cuatro días previos a la invasión, los observadores del alto el fuego de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) documentaron un peligroso aumento de las violaciones del alto el fuego en el este de Ucrania, con 5667 violaciones y 4093 explosiones por parte de estas milicias.

Parte de todo este juego geoplítico fue el esfuerzo por bloquear el nuevo gasoducto rusogermánico, Nord II, e impedir que se efectivizaran los acuerdos de Minsk II mientras que los ucranianos dejaban de asistir a las negociaciones que debían poner fin al conflicto con Rusia. Por último, Estados Unidos lanzó una campaña mediática donde se acusaba de Rusia de expansionista.

Ahora un aspecto más que interesante es el poder de los medios de comunicación que maneja Estados Unidos. En todos lados el nombre de Vladimir Putin es siempre calificado por un adjetivo tipo «autoritario», «gansteril». En cuanta prensa hay, Ucrania es presentada como un pobre borreguito que es inocente de todo cargo. Los comentaristas insisten que Rusia agrede porque «quiere volver a tener el imperio de la URSS». Esto es insólito. Supongamos que Rusia gastara 5 mil millones de dólares (como hizo USA en Ucrania) en derrocar al primer ministro de Canadá, luego los putinistas canadienses expulsan a los norteamericanos de su suelo y reclaman, digamos, Seattle como propia (o sea uno de los puertos más grandes en el Pacífico), y que tirotearan constantemente a los puestos fronterizos norteamericanos, todo mientras Rusia enviaba misiles y tropas, mientras el hijo de Putin se hacía rico en los directorios de empresas canadienses (como lo hace el hijo de Biden en Ucrania). ¿Qué haría Estados Unidos? No sé, excepto que sabemos que cuando la URSS mandó un par de misiles a Cuba los yanquis lanzaron el bloqueo que pervive aun hoy, y luego entrenaron a una banda de fascinerosos mercenarios para invadir en Playa Girón. Bueno, pero fue una excepción. Más o menos, en 1916 invadieron México para proteger sus intereses petroleros y perseguir a Pancho Villa. Y ni hablar de la Contra nicaragüense. Lo notable de la crisis ucraniana no solo es la paciencia que viene demostrando Putin, sino cómo Estados Unidos manipula la opinión mundial. Esto no lo hace a Putin, bueno, muy a pesar de algunos. De hecho, Putin es un líder nacionalista volcado a reconstruir el poder de Rusia. Lo que sí es, que dimensiona la voluntad belicista de Estados Unidos para debilitar y fragmentar el posible surgimiento de un poder euroasiático, al decir de Mackinder.

El criterio norteamericano es digno del Torneo en la Sombras del Siglo XIX. Por un lado, se trata de presionar a Rusia todo lo posible, y llevar a esa nación al borde del abismo (lo que se denomina «brinkmanship»). Si Rusia invadía a Ucrania, como lo ha hecho, Estados Unidos puede erigirse en paladín defensor de la soberanía ucraniana, todo mientras aplica sanciones que esperan dificulte el desarrollo económico ruso. Al mismo tiempo, esto le sería útil en función del competidor en las sombras: la Unión Europea. La UE, en particular Alemania, importa un tercio de su petróleo y la mitad de su gas natural de Rusia. Los multibillonarios rusos alimentan no solo la industria turística europea, sino que son algunos de sus grandes inversores. Rusia, al igual que China, han desarrollado intensas relaciones comerciales con la UE en la última década. Al mismo tiempo, a Estados Unidos le importa un bledo la soberanía e independencia ucraniana. Por eso, las promesas de ayuda llegan tarde y son escasas, y por eso la diplomacia norteamericana ha hecho ingentes esfuerzos por bloquear cualquier solución negociada al conflicto que existe desde 2014. Por último, la tradición norteamericana ha sido, desde 1916 en adelante, que ante una crisis de su economía la respuesta era una guerra que implicara gastos deficitarios del estado y permitiera recaudar impuestos (ni hablar que si participas y ganas puedes saquear a los derrotados). No es accidente que los funcionarios que aplican esta política son los vinculados al complejo militar industrial.

La contrapartida es que ni Putin es Yeltsin, ni Rusia es Yugoslavia, ni 2022 es 1994. En realidad, Putin da la sensación de que viene preparando a su nación para este enfrentamiento desde hace rato. No solo fortaleciendo sus relaciones económicas, y reduciendo sus tensiones con China, sino entendiendo finalmente que Estados Unidos solo entiende la fuerza. Dicho de otra forma: jamás en su historia los norteamericanos han cumplido un tratado internacional sin que se vieran obligados a hacerlo; desde los acuerdos con la Naciones Indias hasta los acuerdos de posguerra, han roto todos. De hecho, han invadido otras naciones 392 veces. Y más allá de los voceros occidentales, la sensación es que los objetivos rusos no son «conquistar» Ucrania sino garantizar su propia seguridad. Esto puede ser hecho, de mínima creando un estado tapón (o varios), o de máxima fracturando Ucrania en dos y asegurándose su no pertenencia a la OTAN.

Queda claro que Rusia no va a salir indemne de esta guerra. Lo más probable es que el resultado se asemeje a la guerra de Georgia hace unos años: una victoria rusa, que asegure la autonomía/soberanía de los territorios rusoparlantes reivindicados, mientras impide un nuevo miembro de la OTAN en sus fronteras. Al mismo tiempo, por mucho que Putin haya mejorado sus relaciones económicas con el resto del mundo, las sanciones europeas van a tener su efecto, tanto sobre Rusia como sobre Europa. Y, por supuesto, Putin emerge del conflicto como el agresor, dando pie a la propaganda norteamericana.

¿Y Estados Unidos? Biden está convencido que su política fue acertada. Pero es dudoso que esto sea así en el mediano plazo. Por un lado, Washington demostró ser «mucho ruido y pocas nueces». No solo porque amenazó, pero nunca fue en apoyo a los neofascistas ucranianos, sino porque se han revelado fuertes tensiones en los miembros europeos de la OTAN. Alemania puso límite a las sanciones económicas, y los países de este europeo si bien se han movilizado no demuestran tener interés por entrar en una guerra con una potencia nuclear que se pelearía en su territorio. Más de uno debe estar pensando que la OTAN es un tigre de papel, rememorando esos dibujos de tigres que los chinos pegaban a la entrada de sus casas para ahuyentar los malos espíritus.

El otro problema que tendrá Estados Unidos tiene que ver con su economía. En un momento de inflación y de deterioro de su productividad y los términos de intercambio, Biden sanciona a un gran productor de recursos energéticos y agrícolas. Ya han aumentado los precios mundiales del petróleo y la soja, y por ende de la inflación norteamericana.

Como tantas otras veces, la guerra parece una solución para estadistas que jamás piensan en los miles de muertos. Pero en este caso tampoco es una solución para los problemas de Biden y de Putin.

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