por Rubén Kotler
Las quintas elecciones en pocos años demuestran que en Israel la fragmentación es un modo de vida. Y que dentro de los márgenes del sionismo todo es posible siempre y cuando no haya díscolos que consagren su vida a la lucha por la defensa del pueblo palestino a su legítimo derecho a tener un Estado.
Hace muchos años, me encontraba en Israel en medio de una campaña electoral que promovía a Benjamín Netanyahu para el cargo de Primer ministro. El partido laborista, hoy casi desaparecido y que entonces se sentía heredero del asesinado premier Itzjak Rabin, había colocado a lo largo y ancho del país una consigna cuánto menos curiosa: HAKOL BOER JABIBI, en la transliteración fonética del hebreo era un juego de palabras con el apodo de Netanyahu: Bibi… Todo se incendia, mi amigo. La relación interna en el Estado sionista contrarrestaba el malestar de un pueblo palestino que se encaminaba a una segunda y más feroz Intifada. Eran los tiempos en los que aún no se hablaba de muros de separación y donde el propio Netanyahu era capaz de estrecharle la mano a su más acérrimo enemigo, como era el propio líder de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, envenenado años más tarde por los servicios israelíes. Desde esos fines de los 90 a la fecha mucha agua y sobre todo sangre ha corrido bajo las murallas de Jerusalem.
Hoy ya parecen no quedar opciones políticas dentro del mundo judeo-sionista que piense en la solución de la aceptación de un Estado palestino y eso provoca un cisma no solo dentro de las fronteras autoproclamadas israelíes sino dentro de los hiperfragmentados territorios en los que ha quedado sumido el sueño palestino con la franja de Gaza liderada por el movimiento Hamas de un lado y esos «batustanes» en Cisjordania dominada por la llamada autonomía palestina, sumida en una crisis interminable.
En ese contexto, el nuevo regreso de «Bibi» al poder es TODO un dato de lo que presagia en devenir de Oriente medio en un contexto bélico donde los llamados halcones sionistas claman la guerra con Irán. Pero hay algo más inquietante de este nuevo regreso de Netanyahu. Llega de la mano de un ascenso estelar de las formaciones políticas de ultraderecha como el caso del partido Sionismo religioso que lidera Itamar Ben Gvir, racista, homófobo y ultra religioso, heredero político del fascista Mehir Kahane, grupo parlamentario que ha conseguido ni más ni menos que 14 escaños de la Knesset. Para Ben Gvir es prioritario expulsar de Israel a los llamados «Árabes israelíes» que no son otros que los palestinos descendientes de los supervivientes de la Nakba. La segunda novedad es la escasa representación del partido laborista y la desaparición de la Knesset del partido de izquierdas Meretz que, por primera vez desde su formación, no consigue representación alguna al parlamento.
Luego de una breve experiencia de un gobierno de centro liderado por Yair Lapid parecen no quedar espacios para quienes cuestionen las agresivas políticas guerreristas de Israel y que llevarán, más temprano que tarde a una confrontación bélica con el país de los Ayatola y a un cierre definitivo de las apetencias del pueblo palestino para consagrar un Estado propio. Ya no hay interlocutores posibles para llevar adelante ningún tipo de acuerdo, aún con las desventajas que pudieran representar acuerdos nefastos como los que resultaron de las conversaciones en Madrid hace ya 30 años. Pese al proceso judicial que se lleva adelante contra Netanyahu por actos de corrupción está claro que las opciones de la población judeosionista de Israel es seguir adelante con el proyecto sionista, expandirlo y fortalecerlo en una doble faceta que implica la desaparición del pueblo palestino por un lado y las tan mentadas fronteras seguras de un Estado nacido de un mundo bipolar de guerra fría. Los tiempos han cambiado y, sin embargo, la ideología sionista sigue marcando el rumbo en Israel cada vez de manera más agresiva y más belicosa.