por Pablo Pozzi
A partir de mediados de junio de 2023 se desataron una serie de conflictos laborales en Estados Unidos: comenzando con los trabajadores de varios centros de distribución de Amazon, el 24 de junio, para continuar con miles de afiliados al sindicato de actores (SAG) en julio que se sumaron a la huelga de escritores (WGA) que estaban en conflicto desde el 2 de mayo; los trabajadores automotrices, a su vez, entraron en huelga a las 0 horas del 15 de septiembre; finalmente, unos 60 mil trabajadores de la salud de la empresa Kaiser Permanente que se declararon en paro cuando fracasaron las negociaciones para renovar su convenio el 30 de septiembre. La principal causa de todos estos conflictos ha sido la caída en salarios reales que se dio a partir de la epidemia de COVID junto con la creciente inflación ocurrida durante el gobierno del presidente Biden.
La situación de los trabajadores queda a la vista cuando consideramos los salarios promedios en diversas industrias. Un actor como Tom Cruise gana millones de dólares por cada película que hace, pero el promedio del ingreso de los afiliados al SAG es 17.200 dólares al año. A los afiliados del gremio automotriz les va mucho mejor: el salario promedio es de unos 40 mil por año, y el más alto es de 60 mil. Un docente secundario gana unos 47 mil por año dependiendo el estado y el municipio al que pertenece su escuela. Y, entre los mejores pagos, un agente de policía promedia 55 mil dólares anuales. Esto suena como buenos salarios en el contexto latinoamericano (donde la explotación de los trabajadores es infinitamente mayor), pero pensemos el contexto norteamericano. En una ciudad como Nueva York, un alquiler de un departamento de un ambiente oscila en U$3493 mensuales, y uno de dos dormitorios cuesta U$7,495. Un viaje en subterráneo cuesta U$2,90; una hamburguesa sale entre U$8 y U$10. Dicho de otra manera, ningún trabajador neoyorkino puede vivir en la ciudad a menos que sea en los vecindarios más peligrosos y deprimidos, con escasos servicios y seguridad. Como dijo Brandon Szcesniak, uno de los automotrices en huelga: “la empresa insiste que hay que comprar autos norteamericanos (Buy American Campaign), pero con estos salarios ¿cómo podemos comprar un Ford?” De hecho, el salario real de los trabajadores automotrices descendió 30% en los últimos 20 años y 19,3% en la década pasada. Al mismo tiempo, desde 2013, las principales empresas automotrices reportaron ganancias por 250 mil millones de dólares (un aumento de 40% sobre un período similar previo a 2013), y el CEO de General Motors (GM) cuyo salario es de 21 millones anuales, percibió más de 200 millones en diversas bonificaciones.
De todos estos conflictos el de los automotrices es considerado como el más significativo por sus posibilidades de “contagio” a otras industrias. En realidad, la conflictividad en esta industria viene en aumento desde 2019 cuando 46 mil trabajadores de GM se declararon en huelga durante 40 días. La clave de ese conflicto fue no solo la preparación previa (donde el gremio organizó a las familias y las comunidades de los trabajadores en apoyo) sino un cuidadoso análisis de la industria, lo que les permitió paralizar plantas claves en la línea de producción. El resultado fue que por un lado la empresa perdió 3,6 mil millones de dólares en ingresos; pero, al mismo tiempo, la conducción gremial aceptó un acuerdo muy por debajo de lo que se pedía, todo con el argumento de preservar la fuente de trabajo. El descontento con el liderazgo gremial llevó al triunfo de la oposición liderada por Shawn Fain, que se define como “progresista”, en marzo de 2023. Ante el rechazo de las empresas de renegociar el convenio de la industria, Fain inició medidas de fuerza en septiembre. Las medidas no han sido universales, a pesar de la insistencia de los sectores más militantes del gremio, sino que enfocan (al igual que en 2019) en aquellas fábricas que pueden parar la totalidad de la producción por ser las que hacen piezas claves. Al mismo tiempo, el sindicato utiliza el fondo de huelga (unos 850 millones atesorados durante años) para pagar un sueldo de U$500 semanales los huelguistas, mientras se hace cargo del pago del servicio de medicina prepaga (nótese que el sindicato no tiene obra social para sus afiliados y que ha privatizado estos servicios). Al mismo tiempo, logró que la seccional (Local) 299 del sindicato de camioneros (Teamsters) en Detroit rechace entregar autos a las concesionarias. Los camioneros han declarado que no cruzaran los piquetes de huelga en algo que puede ser entendido por las autoridades gubernamentales como “un paro solidario”, cosa que es ilegal en Estados Unidos.
Las demandas de los huelguistas son variadas, y reflejan lo complicado del mundo laboral norteamericano. Por un lado, el sindicato demanda un aumento salarial de aproximadamente 12% anual durante los próximos cuatro años. Junto con esto pide ajustar el salario a la inflación, y aumentos en las jubilaciones actuales y futuras. Luego, pide poner fin al sistema laboral donde una cantidad de trabajadores tienen contratos durante 8 años, sin seguro médico ni beneficios jubilatorios, y otra cantidad son “trabajadores temporarios” con salarios por debajo del mínimo. Luego, hay tres demandas que generan cierta inquietud entre los trabajadores. La primera es que el sindicato propone que por cada millón de dólares que la empresa otorgue en dividendos especiales a los accionistas, los trabajadores deben recibir un aumento de U$2 por hora trabajada. La gran pregunta es en qué consisten “dividendos especiales”. El segundo aspecto es que se discuta “una justa transición hacia la producción de vehículos eléctricos (EV)” que no solo amenazan las fuentes de empleo de la industria, sino que hasta ahora quedan fuera de la sindicalización. Esto en un contexto donde el traspaso hacia este tipo vehículos viene acelerándose en Estados Unidos. Una vez más ¿qué significa “justa transición”? Por último, el gremio insiste en una reducción de la jornada laboral a 32 horas semanales, manteniendo el salario de 40 horas. Quizás esto es lo más complicado, pero no por las empresas sino por los trabajadores. La mayoría reconocen que su salario semanal no alcanza para vivir, por lo que hacen horas extras de manera que la semana laboral real oscila entre 60 y 80 horas. En síntesis, reducir la jornada sin duplicar el salario real no resuelve el problema y mantiene los niveles de empobrecimiento.
Aun así, y con prácticas novedosas en el contexto norteamericano, por ejemplo, la realización de asambleas virtuales vía Facebook, por parte de Fain, el conflicto ha comenzado con altos niveles de militancia y cohesión gremial. Esto ha entusiasmado a la izquierda tanto norteamericana como internacional. En realidad, que los trabajadores se pongan de pie para defender sus intereses siempre es algo bueno. De hecho, durante las últimas décadas es difícil mantener una cuenta correcta de la cantidad de conflictos laborales en Estados Unidos; han sido decenas y centenas. Y eso incluye el repudio de viejas conducciones gremiales y la elección de “progresistas” tanto a nivel de seccionales como de la dirección de la central AFL-CIO.
Sin embargo, y pesar de la malísima situación por la que pasan los trabajadores norteamericanos por lo menos desde la elección de Ronald Reagan en 1981, los conflictos tienden a perderse ya que son atomizados, localizados y rara vez tienen un efecto multiplicador. ¿Por qué esto? Al fin y al cabo, la clase obrera norteamericana es la que protagonizó, entre otras cosas, el primer Primero de Mayo, el sindicalismo por rama de industria, la huelga solidaria y las ocupaciones de fábrica. Parte de la respuesta tiene que ver con las direcciones sindicales, que desde el macartismo se han burocratizado. Un trabajador de la salud (hoy en día en huelga) gana más o menos U$3500 mensuales, pero el presidente de su sindicato (el SEIU) percibe U$20 mil por mes. El presidente de los Laborers (LIUNA), que agremia desde obreros de la construcción (sobre todo albañiles) hasta enfermeras, percibe 664 mil dólares anuales. El dirigente de la seccional 701 de los obreros automotrices gana tres veces más que sus afiliados. Es más, en 2018, la dirección de los automotrices (UAW) se votó a sí misma un aumento salarial de 31% con lo que el presidente del sindicato pasó a percibir 207 mil dólares anuales, cinco veces más que sus afiliados promedio. Y esto sin contar el dinero que pueden percibir por vías non sanctas. La tendencia de estos sindicalistas es mantener la paz a toda costa, y llevarse lo mejor posible con la patronal. Así, desde la década de 1980, la tasa de afiliación no hace más que descender lo mismo que la capacidad de compra del salario obrero. A esto hay que agregar el papel del Estado que hace muy difícil, cuando no imposible, desafiar a las conducciones gremiales planteando un modelo sindical distinto. Por último, el mercado laboral ha sido segmentado a través de contratos basura, sistemas de aprendiz, inestabilidad laboral, y fuertes diferencias salariales por región. Esto hace difícil el accionar unificado de los trabajadores.
En esto es importante considerar que si aun los actuales conflictos resulten en triunfos arrolladores (cosa poco probable) su efecto sobre el mundo laboral se verá fuertemente tamizado por el accionar de las burocracias, del Estado y de las patronales. Para que se modifiquen las cosas más de fondo, cada conflicto debería resultar en formas de organización alternativas y desde la base, que vayan forjando camadas de nuevos activistas mientras los protegen de la represión patronal-sindical. Esto fue lo que forjó el gran desarrollo sindical en las décadas de 1930 y 1940; pero allí había un papel fundamental de la izquierda, sobre todo los comunistas, que se dedicaban a colectivizar experiencias que sirvieran para forjar nuevas alternativas. La gran central, CIO, se forja en base a comunistas, socialistas e independientes de izquierda. Su fusión con la AFL en 1955 fue un triunfo del macartismo, e implicó por un lado la desaparición de la militancia de izquierda y por otro el triunfo del modelo business unionism (o sea sindicalismo empresario) cuya idea básica era la colaboración con el capital para que así se “ensanchara la torta” y hubiera más para repartir. Como dijo George Meany, primer secretario general de la AFL-CIO, “nunca hice una huelga, y estoy orgulloso de ello”.
Si bien todos los medios, y la progresía en general, insisten que Joe Biden es el “presidente más pro sindical” en la historia, la realidad dista mucho de eso. La tasa de sindicalización no hace más que descender lo mismo que el salario real del obrero medio. El resultado ha sido fuertes niveles de decepción entre los trabajadores norteamericanos. Dado que no tienen una alternativa de izquierda, cuestionadora del sistema, la tendencia ha sido canalizar ese descontento a través de gente como Donald Trump. Una vez más la propuesta de los burócratas sindicales no es en función de la clase sino más bien para reforzar su poderío frente a la base, concentrado los recursos en menos manos. No se trata de movilizar a sus afiliados con fines clasistas, se trata simplemente de asegurar su propia reproducción como burócratas. De ahí que un discurso aparentemente “progre” en la práctica tiende a ser desmovilizador y a complementar la segmentación de la clase obrera norteamericana.
La pregunta, hoy por hoy, es: ¿van a ganar o a perder los automotrices, los trabajadores de la salud y los actores? Lo más probable es que los dos primeros logren cierta recomposición salarial a cambio de lo cual tendrán que resignar otras demandas. En el caso de los último, es poco factible que logren siquiera un aumento significativo en sus ingresos. De hecho, las patronales automotrices han ofrecido un aumento salarial del 25% y otro 20% a ser repartido entre los próximos cuatro años. Al mismo tiempo, rehúsan siquiera considerar el tema de contratos temporarios, y el de la transición “justa”. ¿Aceptará la conducción automotriz? Es más que posible, luego de “arrancar” un par de puntos más de aumento, preservando la segmentación laboral y entregando a los trabajadores temporarios. El resultado final, lejos de generar una mayor organización y combatividad en la clase obrera norteamericana, será más desmovilización y que “progresistas” como Fain busquen de acomodarse aún más al poder.
Después de leer esta columna es imposible intentar ensayar un paralelismo “tranquilizador” (mal de muchos, consuelo de bobos) entre ésta situación y la que aquí se presenta.
Si bien está claro que la mayoría de mis conocidos coinciden en que este tema es patrimonio exclusivo de la Argentina, creo que debería ser analizado como el principio del razonamiento de que, probablemente, el problema no sea el chancho, sino quien le da de comer.