por Pablo A. Pozzi*
Me siento parte de la “Generación de Vietnam”. Este es un término que tuve que inventar para tratar de explicar una cantidad de criterios y percepciones que rondaban mi cabeza y la de muchísima de la gente que yo conocía. El concepto de “Generación” ha sido utilizado por la literatura para denominar grupos de personas marcados por un momento histórico. Para mi es indudable que la Guerra de Vietnam fue uno de los grandes hitos históricos de todos aquellos que hoy tenemos más de 50 años. Vietnam nos hizo ver al mundo de forma distinta, politizó a muchos hacia la izquierda, marcó indeleblemente nuestra conciencia, y rescató al ser humano como protagonista de su propio destino. Esta impronta colectiva fue tan fuerte que si bien hoy los grandes medios tratan de silenciarla, subterráneamente ha marcado tanto las políticas del imperialismo como las gestas de liberación de los pueblos. Para comprender lo que quiero decir, debo relatarles lo que para mí es la figura, el mito, la leyenda de Ho Chi Minh; un hombre de carne y hueso que, para mi “Generación”, representó siempre a Vietnam y a su pueblo.
Hace ya medio siglo que el Tío Ho entró en mi vida. No lo hizo de la forma que se imaginan los militantes y mucho menos los intelectuales. Yo debía tener ocho o nueve años y me escapaba a la hora de la siesta para ir a jugar al fútbol. Mi padre, zurdo irredento, insistía que la siesta era para el descanso y yo me resistía a pie firme. Un día, harto de mi rebeldía futbolera, donde me hacía el buenito y después me fugaba, me gritó: “No te hagas el vietnamita”. No entendí nada, pero salí corriendo para preguntarle al hermano mayor de mi amigo José Luis, mi vecino del sexto piso, que “sabía” y cuyos padres eran comunistas. Me dijo: “Son los que luchan contra el imperialismo yanqui y su jefe es el Tío Ho”. Si antes no entendía, ahora menos. Pero me quedó en claro que mi viejo debía ser “el imperialismo yanqui”. ¡Pobre viejo, él que era socialista y admirador del Che Guevara y de Ho Chi Minh!
Me hice “zurdo” por que me dolía en el alma lo que veía alrededor mío, y la teoría recién llegó a explicármelo muchos años más tarde. En un país rico como la Argentina había hambre, discriminación, explotación. Me indignaba, y más tarde busqué respuestas sintiendo que el marxismo podía explicar lo que yo sentía. Buscaba en Marx, intentaba con Lenin, leía a Trotsky y a Rosa Luxemburgo. Como dijo Ho Chi Minh, el marxismo “estaba lleno de términos políticos difíciles de entender… pero leyendo y releyendo pude comprender algunas cuestiones esenciales”. Fue un proceso lento, lleno de confusión, y también de una profunda transformación en lo personal. En ese proceso el Tío Ho fue siempre una presencia fuertísima por que, con una gran humildad, me hablaba al corazón y a la mente. Y era el “Tío Ho”, para mi como para muchos otros, no por faltarle al respeto sino porque era parte de nosotros mismos, como de la familia, como esos tíos que te enseñan y te guían, cuya impronta es de por vida.
Unos años más tarde, a fines de la primaria, la guerra de Vietnam era cosa de todos los días. Mis mayores hablaban de “hacer dos, tres, muchos Vietnam”, y los de Sexto hablaban del Tío Ho. Yo, recordando que ese era el tipo que estaba a favor de mi derecho de jugar al fútbol a la hora de la siesta, fui raudo a preguntarle a los pibes de de la Fede Comunista para que me contaran quién era. Me marearon. Lo único que me quedó fue que me dijeron que “lloraba cuando veía niños”. “¡Pucha, pensé yo, se la debe pasar llorando!”. Y ante mi cara de asombro, uno me explicó que lo que quería decir es que le dolían el hambre y el sufrimiento de la niñez. Yo era niño, y eso me pareció sensacional. Era como Fidel Castro, que hablaba de los derechos de la niñez. Y la imagen del Tío Ho comenzaba a ser una leyenda inescindible de mi vida y la de mis compañeros.
En el secundario aprendí que Ho Chi Minh era realmente Nguyen Tat Thanh, pero que también le decían Nguyen Ai Quoc, Nguyen “el patriota”; que quería la libertad de su pueblo, pero también quería la libertad de todos los pueblos. Era vietnamita, indochino y también internacionalista. Era poeta y político, pensador y activista, comunista y nacionalista, luchador pero no guerrero. Me encantó. Me sedujo la imagen que surgía de este hombrecito enjuto, con barba y cara de bueno. De alguna manera me llegaba al corazón y de ahí a la cabeza. Cuando decía que era mejor “sacrificar todo que vivir en la esclavitud”, o cuando declaraba que “cuando se abran las puertas de las prisiones los verdaderos dragones volarán”, se me erizaba la piel de emoción. Y finalmente entendía que se podía llorar de indignación ante las injusticias y llorar de felicidad ante la maravilla de la entrega desinteresada de los seres humanos.
En el secundario, yo ya me sentía revolucionario, y los compañeros me dijeron que “sin teoría, no había revolución”, por lo que me dieron a leer un librito llamado El marxismo vietnamita. Su autor era Truong Chinh. Cuando terminé éste me dieron La revolución vietnamita de Le Duan. Luego vino Guerra del pueblo, ejército del pueblo, de Vo Nguyen Giap. Durante varios años estuve convencido que Truong Chinh, Le Duan, Giap y Ho Chi Minh eran la misma persona. Al fin y al cabo el Tío Ho tenía tantos seudónimos que por qué no estos también. Pero además, hablaban de cosas complejas en términos que yo podía entender. Creo que aun el día de hoy he leído pocas cosas más claras, más dialécticas, que el ensayo de Le Duan “Acerca de los cuadros”, que todavía tiene un lugar de honor en mi biblioteca y que me ha seguido a través del mundo. Hoy en día me queda claro que no eran la misma persona, pero que, al mismo tiempo, podrían haberlo sido ya que eran parte de un colectivo político e intelectual inusual en la historia humana.
Me lancé a militar durante casi década y media en una organización donde el estudio de “los vietnamitas” era algo central, o por lo menos lo fue en las células en las que yo estuve. Para nosotros eran realmente “una guía para la acción”, como dijera Lenin. Nos impactaba la relación permanente de teoría con práctica, donde el punto de referencia eran siempre las masas obreras y campesinas. Para nosotros el Tío Ho fue un modelo del tipo de militante al que se debía aspirar. Algunos lo lograron, muchos no, pero todos sentíamos la revolución vietnamita como propia y a Ho Chi Minh como uno de los grandes revolucionarios mundiales. Su testamento lo hicimos nuestro, y aún hoy, cuando lo leo me emociona su claridad y su grandeza de espíritu. Cuando, en julio de 1975, se hizo lo que después se revelaría como nuestro último Comité Central Ampliado, ninguno de los militantes dudaron en nombrarlo “Vietnam Liberado”, en homenaje orgulloso a nuestros compañeros del sudeste asiático.
En esa militancia aprendimos una cantidad de cosas que derivamos de las lecciones que brindaban el Tío Ho y “los vietnamitas”, y las tratamos de llevar a la práctica. A muchos de nosotros estas ideas nos impactaron profundamente, no sólo por su claridad política sino porque eran un modelo de comportamiento humano y militante: el partido es una herramienta histórica, no un fin en sí mismo; el partido es bueno porque lo componen seres humanos buenos y no al revés; los militantes deben escuchar a las masas; los cuadros son producto de las masas; deben ser modestos y sencillos; “las palabras deben ir parejas con los actos”; el revolucionario aprende de los libros, pero sobre todo de la vida; sólo podemos realizar todo nuestro potencial como individuos dentro del colectivo de la organización; hay que primero ganar el corazón para luego llegar a la mente del pueblo; “haremos un país diez veces más hermoso”. Son tantas pero tantas las frases que me han quedado a través de los años, y no podría decir cual de los revolucionarios vietnamitas las dijo o escribió. Creo que la autoría no es importante, como tampoco lo es si fue Ho Chi Minh el que forjó esta tradición. Lo importante es que él fue expresión, y a su vez gestor, de un colectivo revolucionario avanzado y ejemplar. Y también creo que fueron producto de una tradición y una cultura particular, la de la sociedad vietnamita. Esta tradición es profundamente humana, y por ende anticapitalista, es colectiva y anti individualista, es obrera y revolucionaria, reconoce el aporte de cada pueblo en particular y rescata la humanidad en su conjunto. Leo a los vietnamitas, y leo El socialismo y el hombre en Cuba, de Ernesto Guevara, y encuentro los mismos criterios, las mismas resonancias poderosas, emancipadoras y comunistas en su sentido más pleno. Los forjaron dos sociedades distintas, pero los aunaron un profundo humanismo y el desafío que representa la explotación capitalista.
No es accidente que el Tío Ho es apenas recordado y conocido el día de hoy. Su vida y su pensamiento son poderosos ejemplos de lo que puede hacer el ser humano en pos de la emancipación nacional y social. Lo recuerdo con afecto y cariño porque me transformó la vida, permitiéndome vislumbrar que otro mundo es posible, y explicándome por qué me dolía tanto el corazón ante la injusticia humana. Creo que también lo hizo para muchos, muchísimos otros. Fueron miles y miles de compañeros argentinos y latinoamericanos que entregaron todo lo que tenían, hasta la vida, convencidos que el Tío Ho tenía razón y “las palabras deben ir parejas con los actos”. Sus enemigos tratan de ignorarlo, o tratan de desmerecerlo acusándolo de ser rígido o de cultivar un culto a la personalidad. Confunden firmeza de propósitos con rigidez. Confunden caudillo con líder, puesto que creció, se desarrolló, y logró todo su potencial en la organización colectiva revolucionaria. Fue, de hecho, la expresión más clara de la revolución vietnamita y mundial, y como tal transformó la historia. Y aunque lo silencien el día de hoy, mi “generación” sabe que vive en el interior de nosotros, por que impactó como pocos nuestra conciencia y movilizó nuestros corazones. Murió hace cuarenta años pero vive en cada persona que le duele la condición del ser humano.
*Discurso en el acto de conmemoración, Embajada de Vietnam en Buenos Aires, 23 de noviembre de 2009
Sobre el autor: PhD (Stony Brook 1989). Director del Programa de Historia Oral (Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas) y Profesor Titular Plenario (Departamento de Historia), Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
¿Podrá renacer una Rosa Blindada Contra el Olvido que re-edite esos dos libritos de Le Duan? En marzo quizás puedas leer un librito inédito en el que, en el último capítulo en que un autor de esa «generación» lo recuerda. Sus breves conceptos sobre el «dueño colectivo» (la propiedad social de los trabajadores) pueden tener mucha vigencia para entender algunas de la frustraciones de las revoluciones interrumpidas