por María Magdalena Pérez Alfaro
8 marzo 2016
Hablar del Día Internacional de la Mujer en la actualidad genera polémicas. Por un lado, muchas personas están de acuerdo en la necesidad de denunciar y cambiar las condiciones de opresión en las que hoy en día continúan trabajando y viviendo miles de mujeres en todo el mundo; y, por otro lado, entre algunos sectores no sólo masculinos existe una oposición que acusa de sinsentido a la conmemoración del 8 de marzo, pues proviene de una visión parcial sobre el feminismo que tiene únicamente como referentes a movimientos que se autodefinen de esa manera, pero promueven el odio, la venganza y el exterminio del otro diferente. La incomprensión de la historia del feminismo y de su desarrollo heterogéneo, sumada a la asociación de las luchas feministas con posturas excluyentes y a los intentos del capitalismo por comercializar esta conmemoración y despojarla de su carácter reivindicativo, sirven para justificar un creciente desprecio hacia quienes insistimos en la necesidad de hacer valer los derechos de las mujeres. Por ello, resulta sumamente importante recuperar el potencial revolucionario del feminismo y reivindicar los orígenes de las luchas por la emancipación social de la mujer, así como reconocer las importantes batallas que miles están dando en la actualidad para construir una sociedad sin discriminación ni violencia y un mundo más justo.
¿Cuántas de las demandas de aquellos movimientos son vigentes en la actualidad? Las obreras de las fábricas textiles que en los Estados Unidos murieron calcinadas en represalia por sus actos de protesta, exigían mejores salarios, condiciones laborales dignas y reducción de la jornada de trabajo. Quienes promovieron la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, que dio origen a la celebración el 8 de marzo como el día de la mujer trabajadora, lucharon por la igualdad de derechos, lo que significaba reclamar el sufragio femenino, el acceso a la educación y el fin de la discriminación laboral. Posteriormente, mujeres de la segunda mitad del siglo XX pidieron libertad para decidir sobre su sexualidad y sobre el número de hijos, lo cual implicó una arduo trabajo por la despenalización del aborto; otras cuestionaron la visión patriarcal que sólo concebía un destino como amas de casa y madres para ellas, buscaron desarrollarse como profesionistas e incluso eligieron ser libres para decidir si deseaban o no casarse, vivir solas, ser madres solteras o tener como pareja a otra mujer; unas más lucharon para contar con apoyo institucional para la crianza y educación de los hijos, reconocimiento por el trabajo doméstico y muchas más han rechazado la cosificación mercantilista que promueve el cuerpo femenino como producto para el consumo y que justifica la violencia sexual, los feminicidios y la trata. Si sumáramos todas las demandas de las mujeres que nos precedieron podríamos ver que cada una sigue teniendo vigencia y que a la lista anterior podemos agregarle un poco más de elementos.
Por eso hoy quiero hacer un breve recuento en reconocimiento de las cientos de mujeres que en nuestro país nos señalan a diario las múltiples facetas de la opresión en nuestra realidad actual, pero que, al mismo tiempo, en la complejidad de los contextos de injusticia, explotación y marginación en que vivimos, nos muestran diversas maneras de resistir y construir «lo que desde arriba destruyen», como dicen los zapatistas. Ahí están ellas, de los años 90 hasta hoy ya son cuatro generaciones formadas en las comunidades autónomas de Chiapas: adultas, jóvenes y niñas son la base de un movimiento que se ha construido, desde la nada, todo para todxs; de ellas destaco hoy a una y a varias, o sea a la Comandanta Ramona, quien participó en la toma de San Cristóbal aquel de enero de 1994: ella fue la representante que, en la Ciudad de México, ante el Congreso de la Unión, exigió el reconocimiento de los derechos indígenas y fue también destacada organizadora de los amplios diálogos que posteriormente dieron lugar a la Ley Revolucionaria de Mujeres, documento con el que las zapatistas decidieron el trato que querían recibir, el proyecto de sociedad al que aspiraban y propusieron las maneras de lograrlo. Y las varias son justamente las muchas que han vivido los resultados de la puesta en práctica de esos diálogos, como las cooperativas de mujeres donde ellas son las encargadas de producir y comerciar a precios justos; así, usted puede ir a las comunidades y encontrarse con establecimientos donde no se regatea por el trabajo artesanal.
Están también las mujeres que se enfrentado a la policía o al ejército y han experimentado la crueldad de los operativos de exterminio de movimientos sociales al ser vejadas, violadas y torturadas: las maestras oaxaqueñas en el movimiento popular de 2006 y las campesinas de San Salvador Atenco. De esos movimientos han surgido lideresas destacadas como doña Trini, del Frente Popular de Pueblos en Defensa de la Tierra. Otras han vivido la nueva guerra que generan la delincuencia organizada, el narco, la corrupción y la impunidad; ellas han advertido la necesidad de construir redes y organizarse, como lo hizo Nestora Salgado, comandanta de la Policía Comunitaria, quien el día de ayer fue exonerada por los delitos de secuestro que le fueron imputados y no comprobados, tras dos años en la cárcel, en represalia por la lucha que la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias ha dado en Guerrero.
Allá en Ciudad Juárez, en Tijuana, en Veracruz, en el Estado de México, en todo el país, están las madres, hermanas y amigas que en las tres últimas décadas han conocido ministerios públicos, cárceles, hospitales y forenses buscando a sus hijas, exigiendo saber su paradero, reclamando justicia por sus asesinatos. Ellas que han salido a las calles sin tener formación política previa, que tomaron los altavoces para gritar su dolor, que montaron monumentos para denunciar públicamente la atrocidad que trastocó la vida de sus familias, se han encontrado en el camino con otras madres, hermanas, esposas e hijas que buscan a sus familiares migrantes, a sus hijas secuestradas, a sus desaparecidos, y han descubierto una realidad negada, que el Estado no reconoce y la televisión omite. En esos caminos comenzaron a andar y a encontrarse con otras mujeres, hace poco más de 17 meses, las mamás de los 43 compañeros normalistas de Ayotzinapa desaparecidos y los tres asesinados en septiembre de 2014; madres tenaces que se niegan a aceptar una «verdad histórica» de gabinete, mujeres que se han convertido en un ejemplo contundente de persistencia y dignidad, como hace no mucho lo hicieron también en condiciones complicadas «las Doñas», madres de cientos de jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados por el Estado durante los años 70-90, en una guerra de exterminio contra la disidencia que, contrariamente a lo que suele pensarse, jamás cesó.
Ahí están también en todo el país las maestras que se oponen a la reforma educativa, que han salido a las calles, montado campamentos, denunciado la farsa de la evaluación y rechazado claudicar o resignarse a aceptar un empleo precario en un régimen laboral de castigo y terror. Y las trabajadoras de Lexmark que se atrevieron a organizarse para exigir mejores salarios y que obtuvieron por respuesta el despido acompañado de una campaña mediática para hacerles ver que un amplio mercado de trabajadoras las vuelve prescindibles para la patronal.
Y no olvidemos a esas mujeres que en la práctica construyen redes solidarias y deciden actuar con los recursos de que disponen, ya sea como Las Patronas que preparan comida para ofrecer a los migrantes en su viaje hacia el sueño americano (convertido en pesadilla en la realidad), o como las compañeras del proyecto «Tejer con el Hilo de la Memoria: puntadas de dignidad en medio de la guerra», que llegaron desde Colombia a México y se encontraron aquí con diversos colectivos de mujeres que al reunirse ponen en práctica lo que los estudiosos llaman sororidad: acompañarse y reconocer las experiencias dolorosas que las unen, pero también para construir comunidades solidarias y sanadoras donde se sientan respaldadas para hacer públicas sus denuncias y exigir justicia.
Hoy también tenemos presentes a las que ya no están físicamente, como Yolanda Ordaz, Regina Martínez y Anabel Cruz, periodistas asesinadas en Veracruz, el estado gobernado por el cártel de los Zetas; Bety Cariño, indígena directora del Centro de Apoyo Comunitario Trabajando Unidos, promotora de radios comunitarias y activista en contra del despojo, quien murió asesinada en 2010 cuando paramilitares agredieron la caravana humanitaria que llevaría víveres a la comunidad triqui de San Juan Copala, desplazada de su territorio; Marisela Escobedo, mujer tenaz que buscando justicia por el asesinato de su hija fue ultimada frente al palacio de gobierno de Chihuahua, crimen atroz que no se comprende si no atendemos el desprecio con que el Estado trató en todo momento de hacerla desistir.
Todas ellas son mujeres que se han enfrentado a diversos retos, desde el momento en que viven en una condición marginal: son obreras, campesinas, indígenas, pobres y también mujeres que conocen la contundencia de la injusta realidad cuando han visto la muerte, la violencia y el despojo de cerca. Entonces han emprendido un camino que les cambia la vida y en el que se enfrentan a diversos problemas desde el marido que no las apoya, la familia que las cuestiona, la comunidad que las señala, los medios que las estigmatizan, el Estado que las criminaliza y el capitalismo que las asesina. No obstante, la batalla de estas mujeres sigue siendo hermana de todas las que día con día hacen un esfuerzo inconmensurable para que sus familias «salgan adelante»: las amas de casa, las madres solteras, las trabajadoras y todas tienen en común, aunque no lo sepan, las condiciones contra las que luchan las anarquistas, las comunistas, las defensoras de los derechos de la comunidad LGBT, las activistas de derechos humanos, etcétera. Hay un pasaje que me gusta de «Se va la vida compañera», composición de León Chávez Texeiro, que me ilusiona al pensar en la posibilidad de que un día todas nos miremos y reconozcamos lo que nos une: «Miró la calle, por todas partes había mujeres, todas compraban y se movían, cumplían airadas con sus deberes, le recordaban a las hormigas, sintió de pronto que eran esclavas, sintió que todas eran amigas».
Nombrarlas a todas, visibilizar las batallas que han dado y están dando es apenas una muestra de cuán lejos aún estamos de poder celebrar este día, de cuántos aspectos hay que seguir denunciando e incluso de cuántos derechos hemos perdido; pero, al mismo tiempo, nombrarlas a todas es darles desde aquí un humilde agradecimiento por lo que han hecho las muchas mujeres no reconocidas en la historia ni mediatizadas y que, sin embargo, han dado su vida intentando cambiar esta aciaga realidad. Son estas mujeres las que nos recuerdan que la conmemoración del Día Internacional de la Mujer tiene sentido si reivindicamos el aspectos más importante del feminismo que es su carácter revolucionario.
¡Vivas, amadas y respetadas nos queremos!
¡Justicia para Berta Cáceres!