A 30 años de Oslo: cómo dejé de ser sionista (I)*

El tibio despertar

por Rubén Kotler**

Hace 30 años, cuando el 13 de septiembre de 1993, el asesinado premier israelí, Itzjak Rabín y el asesinado dirigente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, estrechaban sus manos con el presidente estadounidense Bill Clinton escoltándolos, yo me encontraba en la Palestina ocupada. Como todo judío laico, formado desde su niñez en la educación escolar judía, había recibido, durante años, el adoctrinamiento sionista que me llevó con el tiempo a abrazar la nueva religión que se imponía en el judaísmo: el amor incondicional por «Israel»».

Producto de años de una educación sostenida por planes de estudios que provenían de la embajada israelí en Argentina, al finalizar mis estudios secundarios, quería hacer lo que muchos jóvenes de la comunidad hacían: «Vivir una experiencia en la “tierra de los ancestros», tierra recuperada luego de milenios de “exilio forzado»». Aun cuando mis ancestros no provenían de Oriente Medio sino de la Europa Oriental, el sentimiento forjado a lo largo de los años de educación sionista nos trasladaba a un origen común de toda la judeidad y esos tiempos se remontaban a la época bíblica.

Las opciones que se nos ofrecía eran migrar o asistir con un programa de formación de un año a fin de «conocer»» y terminar de enamorarme de lo que, según la narrativa judía sionista, «era mi tierra»» y que por ende me otorgaba un «derecho al retorno»».

Transité todo el año 1993 en un instituto de formación sionista en la Jerusalem ocupada. Desde mi habitación, en el internado donde vivíamos y estudiábamos, podía ver la ciudad vieja con su cúpula de oro sobresaliendo. Una vista privilegiada para un joven judío que tenía hiper idealizada la vida en «Israel»». Insisto en mis años de formación escolar donde, en el relato transmitido, no existían los palestinos o apenas eran mencionados como «bárbaros»» habitantes de una tierra que no les pertenecía y que luego de 1948 habían decidido abandonar motu propio. Eran «árabes israelíes»» en el mejor de los casos quienes habían podido quedarse. No existía entonces el Plan Dalet, ni la expulsión, ni el derribo de poblados enteros y las barbaridades que hoy sabemos hicieron las organizaciones terroristas judías como el Lehi, el Etzel o el Irgun.  

Esa formación se vio reforzada en el año formativo en la «tierra de Sión»». Sin embargo, en la vivencia cotidiana había cosas que comenzaban a hacerme ruido. En los barrios aledaños al internado donde residía, vivían palestinos que todas las mañanas hacían sonar por altavoces los llamados al rezo musulmán matutino, como manda la tradición islámica. Un sonido que atrapa e interpela a los no musulmanes que habitan Jerusalem. Y a mí, que no estaba familiarizado con aquella tradición, comenzó a despertarme un sentido que, entremezclado con la imagen de la cúpula dorada de la Mezquita de la Cúpula de la Roca, me trasladaba a otras épocas de las que pocas nociones tenía. Y sin embargo había una especie de piedra en el zapato que me incomodaba. Y en ese transitar llegó el 13 de septiembre, fecha en la que Rabin y Arafat estrechaban sus manos ante la atenta mirada del mandamás demócrata Bill Clinton.

Entonces, una nueva narrativa comenzaba a ser construida o reafirmada y que con el tiempo yo aprendería también a rechazar: la existencia de otro pueblo que durante años se había negado a firmar la paz como lo había hecho Egipto en 1973 y que ahora, gracias a la firma de los llamados «acuerdos de Oslo»», debía no solo «comportarse como un buen vecino» bajo la promesa de tener un Estado propio algún día, sino que debían reconocer la existencia del autoproclamado «Estado Judío». Para el mundo judeo-sionista implicaba la delimitación de un territorio cuyas fronteras siempre fueron puestas en cuestión y para los palestinos la aceptación, humillante, de la existencia de ese Estado propiedad exclusiva de «los judíos».

Quienes nos encontrábamos haciendo la experiencia en aquel año, celebramos Oslo como la panacea en la «búsqueda de paz» de lo que considerábamos «nuestra patria», una patria que históricamente había tendido su mano al enemigo y este, obstinadamente la rechazaba. La organización Paz Ahora – שלום עכשיו nos daba un marco de contención para abrazar, desde un tibio progresismo, una salida supuestamente justa para «dos pueblos».

El hecho de considerar a Israel como «nuestra patria» o «nuestro hogar nacional» se había ido fortaleciendo como relato mítico poscreación «Del Estado», narración que se había profundizado después de la guerra de los 6 días. La bibliografía a la que accedíamos estando en el internado era la misma con la que nos habían formado en la escuela primaria y secundaria en la comunidad judía. Había entonces un continuo y aceitado formato de transmisión identitaria que se reforzaba en una cantidad de vivencias que nos ofrecía la experiencia de vivir en Israel: comidas que se suponía eran tradicionales israelíes como el falafel o el Shawarma; paseos a los lugares bíblicos que narraban las grandes experiencias «del pueblo hebreo»; la vivencia de las festividades judías como Purim, de estricto carácter nacional, etc., etc. El programa de formación debía fortalecer los sentimientos sionistas y estos, al mismo tiempo, no debían ser cuestionados, aun cuando de repente irrumpía una nueva figura en nuestro horizonte: el pañuelo palestino de Arafat también era un elemento de una identidad compartida con esos «indeseados» vecinos. Identidad usurpada con la que, años más tarde, comencé a cuestionar.

Pero volvamos a Oslo 1993. Regresemos a los acuerdos y a los modos en los que el Estado autoproclamado judío, dio un giro en la narración. Ahora que Israel había dado una oferta «valiente» al «enemigo palestino», éste ya no tenía motivos para seguir con sus «atentados, intifadas o la intención de borrar del mapa al «pequeño Estado judío». Sin haber leído la letra chica de los acuerdos de Oslo, nos convencieron entonces que si no se llegaba a la paz, era producto del rechazo irracional de los palestinos que deseaban, como en los tiempos del nazismo, exterminar al «pueblo judío». En Argentina este sentimiento se exacerbaba tras los atentados de la embajada de Israel en 1992 y a la Mutual judía, la AMIA, en 1994, ambos ocurridos en la ciudad de Buenos Aires.

A mi regreso a Argentina, me reincorporé a la escuela judía, esta vez como docente de historia hebrea. Tenía la formación y era parte de una comunidad orgullosamente sionista. Sin embargo, comencé a poner en cuestión, de manera tibia, algunos presupuestos establecidos, como por ejemplo, el status de Jerusalem como «capital indivisible de Israel». Yo sostenía que si dar a los palestinos Jerusalem a cambio de paz, podríamos compartir una tierra que para «nuestros enemigos» era tan sagrada como para nosotros. Me miraron con desconfianza porque, aun cuando mi planteo no se ubicara todavía en la radicalidad actual, cuestionaba los mandatos que persistían inamovibles. En paralelo a mi vuelta, comencé a estudiar la carrera de historia en la Universidad Nacional de Tucumán y algunos preconceptos dados en mi formación sobre la historia judía comenzaron a tambalear. A mis creencias religiosas se le opusieron unas narrativas nuevas basadas en datos empíricos y con los años los cuestionamientos y posicionamientos identitarios hicieron que me alejara de la religión primero y de los mandatos sionistas después.

Oslo había sido entonces un parteaguas que lentamente me demostraba que parte de la historia dada en mi formación «judía» se basaba solo en mitos. Un giro mucho más radical provino luego con los años y en 2006, tras la criminal invasión de Israel al Líbano, terminaría haciendo mella en mí y, a partir de mis posicionamientos públicos impugnando la criminalidad de las acciones guerreristas de Israel, me terminaron de apartar de una comunidad que de por sí ya estaba lejos de mí. Pero esto será otro capítulo sobre el que escribiré próximamente. 

*Este será el primero de una serie de artículos que darán cuenta de la deconstrucción que un joven judío sionista hizo a lo largo de su vida en el tránsito a una identidad que al día de hoy cuestiona aquella formación. El plan es plasmar este camino en un libro que ayude a pensar en el camino de los cambios identitarios, identidad que en muchos casos es transitoria.

**En la imagen aparezco sosteniendo el cartel de Paz Ahora – שלום עכשיו, en una plaza de Jerusalem el día de la firma de los acuerdos de Oslo. 13 de septiembre de 1993

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