por Alberto Adellach
Triste destino el de los quebrados. Más triste que el de uno, por ejemplo, ya que el de uno puede ser fiero, portador de muchas angustias, aguantador de lejanías, de improbables olvidos, de rostros y de nombres desde siempre queridos y tal vez para siempre desaparecidos; pero, también sustentador de un alivio, aportador de un beneficio incomparable. Y es que nos deja jugar del lado de la esperanza, lo cual no tiene precio.
Con los quebrados eso no va, no funca, no se arranya. Los quebrados son como los críticos y los eunucos, en la vieja definición de Toscanini: quieren, saben cómo, pero no pueden… Los quebrados se descolgaron de ese hilo conductor hacia el futuro, que es la solidaridad en la resistencia. Y golpean a la puerta de quien no los llama. Ofrecen las nalgas y el testuz ante aquellos que los observan con desconfianza. Brindan todas las garantías, reniegan de afectos y admiraciones, hasta que un día –con bastante suerte, con viento a favor, como solía decirse– ingresan a un terreno de sumisión, donde tal vez les vaya bien, tal vez les vaya mal, tal vez deban pagar –pese a todo– por lo que hicieron o no hicieron en algún momento de sus vidas. A los quebrados los mueve el triunfalismo, los aprieta la ansiedad del arrime, los apabulla la idea de jugar a destiempo, de contramano, a contrapelo; en cualquier forma del error, aunque sea heroico; o del acierto, que no sea ostensible. Garantizado, al menos.
Los Quebrados no aman sino a lo que se impone; no entienden sino lo que está en la peregrina superficie de las cosas; no se identifican sino con lo astuto, lo oportunista, lo circunstancial, lo que resuelve el conflicto en esta página y –si es posible– en este párrafo, porque cuando hay que esperar hasta el final o la novela no es buena o el autor no me gusta.
Muy premiosos, los quebrados.
Cuando se jugaron, si es que se jugaron, conocían los riesgos; pero no imaginaron que estos podían cumplirse. Triunfalistas entonces, triunfalistas ahora, los quebrados apostaron siempre a los favoritos de la cátedra. Hoy mendigan un dato, aunque sea falso, para poder seguirle el juego al presunto ganador.
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En el cole nos enseñaron que un quebrado es un asunto matemático, según el cual tantas partes son la expresión de un todo, si contamos también con lo que le falta. O algo así. O viceversa, según la clara definición del gallego F, que pontificaba en el barrio:
–El orden de los factores no altera el balurdo.
Los quebrados son, pues, las dos terceras partes de una mujer o un hombre, sabiendo que en algún sitio está lo que les falta. O las cuatro sextas partes de una conciencia, que en algún lugar dejó el sector restante: en la nostalgia, en el sentimiento de que los engañaron, o se engañaron solos, o de «qué boludos fuimos», y «cómo nos la vendieron», y «qué chantas los tipos», y hasta en una serie de consideraciones especializadas.
–Porque hubo errores tácticos, no me vas a decir.
Errores tácticos y estratégicos. De la mañana a la noche, los quebrados se saben de memoria a Clausewitz; pueden analizar la carga de la Brigada Ligera, en negro o en colores; y la correcta aplicación del carisma de los tres lanceros de Bengala. Pero, eso no es todo…
–…Porque, además, se portaron como unos hijos de puta.
Los que murieron combatiendo, los que tragaron la pastilla para no entregarse, los que sufrieron el tormento, los que salvaron la vida por milagro, son, fueron, serán, mientras no triunfen, está claro, unos hijos de puta. Empezando por Tupac, que levantó a la indiada sin una correcta evaluación dialéctica de la coyuntura y terminando por cualquier muchacho que haya engrosado la lista de la «generación trágica».
Yo no estoy aquí para justificar a nadie, ni para hacer ultrismos que no me cuadran; menos aún, para asumir defensas que no me encomendaron. Pero, algo sí puedo decir: y es que las críticas valen desde este lado; nunca de enfrente; y, menos aún, desde la repentina asepsia de los quebrados.
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Hay quebrados de afuera y quebrados de adentro. Los de afuera son los que lloran ante quien no deben y piden entrevistas al funcionario de turno para contar su historia (también la ajena) solicitando perdones. Los de adentro son los que buscan a un periodista amigo, para ver si les hace un reportaje con preguntas como ésta:
–¿Y qué hay de tus antiguas simpatías hacia la subversión?
Y respuestas como ésta:
–Ese fue un error en el que caí hace mucho tiempo. En realidad, yo nunca creí en ellos. Acudí engañado a un par de de reuniones; y eso fue todo…
Continúa el reportaje:
–Pero, tenés amigos que se prestan a la campaña subversiva.
–Ya no son mis amigos, ni deseo saber nada de ellos.
La consecuencia de estas declaraciones, para un actor, puede ser que le levanten la prohibición en los teatros oficiales. Pero no en televisión, ya que eso requiere más tiempo y más méritos.
–Seguí así, pibe –palmotea un funcionario– y un buen día quedás limpio del todo.
Hay quebrados lógicos, como los que sufrieron el horror y la cárcel, y a los que no se refiere este artículo. Quebrados tristes, como Safián y Camperchioli, que al optar por la muerte no se dan cuenta de que nos abandonan, de que nos dejan solos, con una soledad en la que faltan ellos. Y quebrados frívolos, resentidos, maniáticos, que muestran su agresividad de salón y dicen «sólo hay una vida», sin pensar que es una pena de vida, para vivirla con verguenza.
A nuestros enemigos los esperamos en algún punto del futuro. A los quebrados, en ninguna parte.