por María Magdalena Pérez Alfaro
Y después de la lucha, ¿qué sigue?
A 17 años del inicio de la huelga del fin del mundo
El modelo capitalista que se adoptó en México a partir de los años 80 -que se presentó como la supuesta salida a los graves problemas que dejó el desarrollo estabilizador y el intervencionismo estatal (también capitalista)-, supuso una serie de reformas que buscaban abrir al mercado las instituciones que aún continuaban en manos del Estado mexicano. Pese a que los resultados del modelo han generado más desigualdad, pobreza y dependencia, no sólo no se han detenido las reformas, sino que se han ampliado. En ese contexto, la educación también se convirtió en un botín, como lo demuestra la aplicación de las medidas dictadas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la OCDE en la institución de educación superior más importante del país, la Universidad Nacional Autónoma de México.
Si bien la huelga estudiantil que hizo frente a tal situación comenzó en abril de 1999, antes de que los estudiantes reaccionaran participando masivamente en asambleas y manifestaciones ya se habían aplicado algunas reformas en la UNAM: primero, la universidad, como muchos otros rubros del gasto social estatal, se vio afectada por el recorte presupuestal originado por el mega fraude del Fobaproa, lo cual significó el desplazamiento de miles de millones de pesos del erario público hacia la banca privada que, años después, con los bolsillos bien llenos y sin pagar un peso por el rescate que la benefició ni por la transacción comercial, vendió los bancos, ya solventes, a las trasnacionales que hasta hoy continúan llevándose nuestro dinero hacia “el primer mundo” y los paraísos fiscales; luego, la universidad comenzó a participar de convenios organizados desde la Secretaría de Educación Pública con organismos de la iniciativa privada creados para hacer el gran negocio con los exámenes de ingreso al bachillerato y la universidad, específicamente con el Ceneval, un centro de evaluación creado a imagen y semejanza de las recetas del Banco Mundial para lucrar con la educación pública. Dentro de la universidad, las reformas se aplicaron poco a poco, sin discusión previa ni mucho menos consenso: fueron reducidos los turnos en los Colegios de Ciencias y Humanidades, bachillerato que la UNAM abrió en los años 70 con la finalidad de formar jóvenes con las herramientas necesarias para crear su propio conocimiento y capacidad de crítica; además, se reformaron los reglamentos de exámenes y permanencia, lo que ocasionó, entre otras cosas, que los alumnos del bachillerato de la universidad vieran limitadas sus oportunidades para ingresar al nivel superior.
Pero, la gota que derramó el vaso e hizo que decenas de estudiantes comenzaran a participar en reuniones, foros y asambleas para organizarse y decidir qué hacer frente a estos problemas fue la aprobación, a inicios de 1999, del Reglamento General de Pagos, el cual tácitamente eliminaba el derecho constitucional a la educación pública y gratuita al establecer cuotas obligatorias como condición para la inscripción y permanencia en la universidad y sus sistemas de bachillerato. La forma en que el reglamento fue aprobado mostró, además, la faceta autoritaria y nada democrática que tiene la toma de decisiones en la UNAM, pues el rector Francisco Barnés de Castro convocó al Congreso Universitario en un espacio externo a las instalaciones universitarias, custodiado por la policía, y no en la sede del CU, previendo que los estudiantes buscarían impedir que la medida fuera impuesta.
Por esa razón, el 20 de abril de 1999, después de realizar asambleas en prácticamente todas las escuelas de la universidad, los estudiantes decidieron comenzar la huelga con la siguiente consigna: “Hoy cerramos la UNAM para que mañana se abra para todos”. El movimiento estudiantil se agrupó en el Consejo General de Huelga (CGH), el cual intentó ser una organización horizontal, con representantes rotativos por escuela y en el que las decisiones se tomaran sólo a partir del consenso. La campaña mediática en contra de los estudiantes inició casi de inmediato y llegó a ser tan sucia que incluyó la criminalización de los huelguistas, la persecución, la intimidación y las amenazas, así como la simulación de diálogos con las autoridades, de tal manera que el rector Juan Ramón de la Fuente (que llegó al cargo después de la renuncia de Barnés de Castro) preparó con ello el “consenso” que permitió romper la huelga con la toma de las instalaciones por parte de la Policía Federal, agrupamiento paramilitar creado específicamente para reprimir y exterminar movimientos sociales, que se estrenó justamente con su entrada en la UNAM. Por cierto, esa policía fue la encargada de destruir instalaciones y robar insumos de la universidad para después culpar a los estudiantes, muchos de los cuales permanecieron durante meses en la cárcel.
A 17 años del inicio de la huelga aún quedan muchos aspectos que discutir y comprender. Sobre todo, la memoria de quienes participaron en ella debe ser recuperada y analizada como parte de un proceso necesario de reflexión sobre los caminos que la UNAM ha tomado desde entonces. Para muchos de los miembros del CGH esa lucha fue un cambio cualitativamente significativo por la conciencia adquirida sobre la situación económica, política y social de nuestro país. Un aspecto que quiero destacar es que aquellos estudiantes que lucharon por la gratuidad de la educación lo hicieron teniendo en mente a otros jóvenes, entonces niños, que podrían ver anuladas sus aspiraciones de acceder a la educación superior. La cancelación de las cuotas se logró gracias al movimiento estudiantil y a él le debemos la oportunidad de estudiar en la universidad muchos que de otra manera no hubiéramos podido pagar por lo que se supone es un derecho. Lamentablemente, la universidad ha seguido por otras vías el impulso de las políticas neoliberales (capitalistas) como la aplicación de estudios socioeconómicos a sus aspirantes, con lo cual, poco a poco, el estudiantado universitario y del bachillerato ha ido transformándose limitando el acceso a los jóvenes provenientes de sectores marginados de la población. Por otro lado, la universidad no ha ampliado lo suficiente su matrícula para abrir más espacios ni se han creado nuevas instituciones de educación media y superior públicas para atender la creciente demanda. Tan solo en el actual proceso de ingreso a la UNAM, de los 136 mil 388 estudiantes que presentaron la prueba, únicamente fueron aceptados 12 mil 197 (8%). Mientras tanto, crecen las escuelas privadas “marca patito”, jugoso negocio en el que lo que menos importa es brindar realmente educación.
Como todo movimiento social, para muchos estudiantes la huelga fue una escuela de formación política, por lo cual aquel proceso fue el inicio de una vida en el activismo o la militancia. Después del movimiento estudiantil, tras el duro golpe que implicó el final y los esfuerzos que cada uno tuvo que hacer para entender lo que ocurrió, incluyendo los errores del movimiento, muchos miembros del CGH se incorporaron a otras luchas y decidieron continuar con nuevos proyectos organizativos. Es sintomático que en el movimiento magisterial-popular de Oaxaca y en la batalla contra la construcción del aeropuerto y el despojo de las tierras ejidales de San Salvador Atenco (2006), hubiera cegeacheros apoyando, del mismo modo que los hubo en la Otra Campaña y los hay constantemente en las actividades convocadas por las comunidades autónomas zapatistas de Chiapas; estudiantes que participaron en “la huelga del fin del mundo” también estuvieron en la lucha del Sindicato Mexicano de Electricistas cuando Felipe Calderón decretó la disolución de Luz y Fuerza del Centro; otros más asistieron al pueblo Triqui, despojado de su territorio por grupos paramilitares, en Oaxaca; cegeacheros fueron también algunos de quienes denunciaron las arbitrariedades y crímenes cometidos por delincuencia organizada, policías y militares en Ciudad Juárez, cuando la guerra contra el narcotráfico convirtió a la localidad en la ciudad más peligrosa del mundo; en la capital del país han acompañado a diversas organizaciones urbanas y populares, del mismo modo que en algunos estados de la república han caminado al lado de pueblos originarios en resistencia como los yaquis, los wixárika o los nahuas, así como lo han hecho en apoyo a obreros en sus demandas sindicales y laborales. Algunos han organizado cooperativas como cafés, librerías y comedores populares, otros han construido espacios culturales de encuentro y trabajo colectivo; unos han formado parte de organizaciones políticas de izquierda, otros han optado por impulsar proyectos de educación alternativa, comercio justo o medios de comunicación independientes; muchos son activistas que participan y acompañan diversos movimientos sociales, no sólo mexicanos, y han creado redes de solidaridad internacional; también hubo cegeacheros en las protestas estudiantiles que evidenciaron la podredumbre del sistema electoral y denunciaron las maniobras de los grandes medios de comunicación que impusieron a Enrique Peña Nieto como candidato a la Presidencia; en la solidaridad frente a la represión y por la libertad los presos políticos, contra el feminicidio o contra el asesinato de periodistas, siempre encontramos a ex huelguistas de la UNAM; hoy mismo su presencia se sigue manifestando en el apoyo a los familiares de los compañeros normalistas asesinados y desaparecidos de Ayotzinapa, con los maestros en resistencia contra la reforma educativa y con los líderes sociales perseguidos por el gobierno. Por aquí y por allá andan en lucha aún muchos cegeacheros, esos que fueron tan denostados por la prensa mercenaria.
Mientras tanto, nuestra universidad ha seguido impulsando las medidas neoliberales que intentó detener el movimiento estudiantil de 1999-2000; un claro ejemplo es la perversión del trabajo académico con los premios a la “productividad” que mantienen a los docentes e investigadores en un afán cotidiano por el cumplimiento de los estándares que les prometen un mejor salario a cambio de su pasividad y enajenación; otro aspecto es el cobro de cuotas en diversas escuelas, especialidades y posgrados, o los convenios con la iniciativa privada por los cuales la universidad ha aprobado formatos de titulación donde los pasantes requieren la incorporación de sus proyectos a alguna empresa para obtener el título; también están los cambios a los planes de estudio con miras a la “vinculación con los sectores productivos”, que no es más que la entrega de los egresados al capital, como si la universidad pública no tuviera un compromiso más amplio con la sociedad y con el país.
Mientras que en nuestra universidad prevalece un discurso mediático que presenta a sus autoridades como defensoras de la educación pública, al interior de nuestra casa de estudios ni el Consejo Universitario ni ninguno de sus funcionarios se atreven a detener la privatización real de algunas de sus instalaciones (el caso del Estadio Olímpico que usa, sin dar a cambio un solo peso, el equipo de fútbol Pumas, el cual tampoco paga regalías por los derechos del nombre; la renta para eventos privados o comerciales de instalaciones como la Sala Nezahualcóyotl, las antiguas escuelas del centro histórico o la alberca olímpica; o la construcción de un deportivo en homenaje a uno de los beneficiarios del Fobaproba, Alfredo Harp Helú). Del mismo modo, en la universidad que dicen es un espacio “plural siempre abierto al diálogo” no se llevó a cabo el congreso democrático y resolutivo propuesto por el movimiento estudiantil, pese a que las autoridades tomaron esa bandera del CGH para justificar la forma en que se terminó el conflicto. Además, como lo denunciaron los huelguistas, nuestra casa de estudios sigue teniendo un modelo piramidal y antidemocrático para la toma de decisiones, como se demuestra en la elección de sus directores y funcionarios, pues es la Junta de Gobierno, generalmente al servicio del rector, la que decide quién será el candidato electo, de acuerdo con los pactos de las “corrientes políticas” dentro de la universidad.
Frente a la realidad de lo que ha ocurrido desde el fin de la huelga hasta ahora en nuestra universidad, vemos cómo las demandas del movimiento estudiantil siguen vigentes y cómo los estudiantes que participaron–no todos, por supuesto, ni de igual manera, pero sí con mucha más coherencia que quienes gobiernan la UNAM– continúan en el esfuerzo de ser congruentes con los que afirmaron eran sus motivos de lucha; muchos cegeacheros hoy en día siguen siendo críticos del capitalismo e insisten en la necesidad de construir otro mundo posible.
La huelga fue el primer movimiento social anti-neoliberal en México, otra razón más para no olvidarla.