por Miguel Sánchez
Argentina no es un país para impresionistas. Quienes se atrevan a pronunciar sentencias atadas a las tapas de los diarios dibujaran un panorama esquizoide, amén de acreditar la confiabilidad de un tarotista.
Todavía no se terminaban de disipar las burbujas de Champagne en las oficinas de gobierno y en las reuniones de negocios por el desempeño electoral de Cambiemos, que otra vez el pueblo trabajador, en las calles, se dispuso a avisarles que es muy temprano para levantar la copa.
Está claro que el repudio mayoritario a las medidas de ajuste anunciadas por el propio Macri a horas de concluidas las elecciones, incluyen a buena parte de su electorado. Los votantes culposos al oficialismo dirán a su favor que no fue un programa anunciado en la campaña. Tan cierto como que se trataba de un secreto a voces.
Lo cierto, y en última instancia más importante, es que las masivas movilizaciones en curso vienen a demostrar que con la supuesta «cruzada contra la corrupción» no se come, no se cura y no se educa, más allá de lo que digan sus focus group. En ese sentido, el sostenimiento artificial del antagonismo maniqueo con el cuco kirchnerista les puede servir para ganar una elección, pero no para implementar rápidamente y sin resistencia una ofensiva brutal contra los trabajadores y el pueblo.
Primer punto a destacar. Más allá del optimismo metafísico de un sector importante del pueblo que esperaba ser beneficiario de un gobierno abiertamente patronal, y a pesar de su carácter «aspiracional», el grueso de la masa laboriosa no está dispuesta a incluir entre los sacrificios solicitados por el gobierno, la entrega de derechos estructurantes que hacen a cánones ya establecidos como condiciones básicas de una vida digna. No al menos sin pelear. Dan cuenta de ello las encuestas difundidas que reflejan índices de rechazo al paquete de reformas superiores al 70% y el incremento de la conflictividad expresado en la calle.
Y allí radica el segundo punto a señalar. A partir del cambio de ritmo por parte del gobierno y su intensificación de su programa antipopular, se empieza a verificar un cambio en la forma en que los trabajadores y el pueblo movilizados entablan su confrontación con el Estado, dónde la dinámica de «petición» va dando lugar al desafío y la disputa.
DE DÓNDE VENIMOS…
Este último punto nos lleva a dejar asentados algunos elementos centrales de la etapa anterior. Lo primero es definir al kirchnerismo en tanto expresión política, como el instrumento que posibilitó la recuperación de la institucionalidad burguesa, la relegitimación del régimen de dominación, y en ese sentido el cierre definitivo de la rebelión popular desatada en aquel diciembre de 2001. Es decir, un carácter genéricamente «Restaurador», fiel al rol de «Partido del Orden» correspondiente al peronismo desde su nacimiento.
El kirchnerisnmo vino a poner orden. Y lo hizo recuperando la idea de el Estado como mediador entre las clases con intereses en pugna, amortiguador de los desequilibrios y desigualdades. El fiel de la balanza de una sociedad que, aunque dividida en clases, bajo su influjo podría llegar a la armonía de una «comunidad organizada».
Milcíades Peña definió al peronismo como el Movimiento del «como sí». Un concepto que le cabe perfectamente al ciclo inaugurado por el matrimonio patagónico. Forjadores de un relato con impronta nacional y popular, rebelde y antiimperialista, lograron encolumnar a un sector importante de los sectores medios urbanos, para quienes el sostenimiento de la primarización de la economía, la extensión del extractivismo descontrolado, la extensión de la frontera de la soja y la fiesta del complejo agrotóxico, el aumento de la concentración y extranjerizacion de la tierra, el liderazgo del sector financiero como beneficiarios del modelo, la precarización del empleo, la pobreza estructural, el déficit habitacional, el gatillo fácil, la represión selectiva, la ley antiterrorista, Berni, Milani, y un largo etcétera, eran solo detalles.
Para esos sectores, sobre todo a los jóvenes que se incorporaban a la actividad política, la militancia no era ni más ni menos que gestionar y administrar los recursos de este Estado benefactor. No es casual que en esa etapa numerosos sindicatos del ámbito estatal se mimetizaran con sus dependencias gubernamentales. La misión fundamental del Estado sería recaudar, y el desafío para los funcionarios y/o la militancia política, aumentar la eficiencia en la gestión y distribución de esos recursos.
Para quienes no compartían el proyecto oficialista, fundamentalmente desde los movimientos sociales que supieron conformar el «movimiento piquetero» (FP Darío Santillán, Barrios de Pie, FOL, La Dignidad, MTR, etc), la actividad política también asumió un perfil adocenado. Se trataba de organizar la exigencia, llamar la atención de ese Estado, emplazarlo hasta arrancarle la demanda. Otra vez un Estado, permeable a las presiones, arbitrando en los conflictos de intereses.
Dentro de la izquierda tradicional, mientras el PC y sus esquirlas se diluían en el kirchnerismo y otras organizaciones como el PCR y el MST engrosaban las filas de la oligarquía sojera acaudillada por la sociedad rural en la Mesa de Enlace, apenas un sector de izquierda mantuvo la independencia de clase, se mantuvo fiel a la caracterización del Estado como instrumento de dominación, «junta de negocios de los capitalistas», y sostuvo una dinámica confrontativa a través de sus espacios de influencia; aunque sin la posibilidad de imprimir esa perspectiva al movimiento de masas. Me refiero al PTS, el PO, el MAS, y otros pequeños grupos de la izquierda extraparlamentaria, que sin embargo tampoco pudieron abstraer a las nuevas camadas de militantes de dinámicas liberales e institucionales de la actividad política.
El gobierno anterior logró que se vea extemporáneo, cuando no lisa y llanamente repudiado, aquello que hasta ayer formaba parte del folklore urbano del movimiento popular. Frente a un Estado que «no reprime la protesta», el piquete, la capucha y la acción directa perdían la razón de ser. Hasta la legitimidad de la huelga era puesta en cuestión. Tal era el discurso dominante.
Hubo organizaciones que intentaron mantener niveles de confrontación, y asignaron un rol de agitación y propaganda a algunas manifestaciones de acción directa. Con todo, la violencia política quedó relegada a materia de estudio setentista.
…HACIA DÓNDE VAMOS
Por todo lo anterior, las movilizaciones en contra de la llamada Reforma Previsional significan un punto de inflexión que resignifica a futuro la relación del movimiento obrero y popular con el poder económico y su Estado. Si el gobierno de Macri significó la reapertura de una etapa de abierta confrontación de clase contra clase, las jornadas de diciembre anunciaron el fin del «alto el fuego».
A diferencia de escaramuzas anteriores, dónde el enfrentamiento con las fuerzas represivas fue desarrollado por un reducido grupo de militantes como parte de su concepción política, en el congreso la lucha de calles tuvo una dimensión de masas. No solo por la cantidad de manifestantes involucrados, que fueron muchísimos y de variada filiación; sino por un entorno que le dió a esa primera línea impulso y cobijo en igual proporción.
La pintura que intentan presentar desde el gobierno y los medios adictos, de una patrulla perdida, antesala de futuros destacamentos de guerrilla urbana, es más una muestra de su preocupación por el futuro inmediato que un intento serio por imponer una lectura política creíble.
Saben muy bien que dejar afuera del consenso institucional del régimen a sectores amplios del pueblo, cuando sus demandas y aspiraciones no encuentran cauce en las instancias representativas, son desoídas y hostigadas por el gobierno, éstas encuentran su válvula de alivio en la acción directa.
Se aproximan batallas decisivas, porque al gobierno se le agotan los amortiguadores para implementar su programa en cuotas, porque la inflación no cede, el déficit fiscal crece, la balanza comercial deja un saldo cada vez más negativo, y la crisis de deuda –con la que vienen financiando este descalabro– se dibuja cada vez más amenazante en el horizonte inmediato. Y como siempre apuntan a las espaldas del pueblo trabajador para descargar los costos.
ES LA HORA DE LA IZQUIERDA CLASISTA
En este contexto es la izquierda clasista quien tiene todo para avanzar y posicionarse como el eje dinámico de una alternativa revolucionaria y de masas. El peronismo en general, y el kirchnerismo en particular se evidenciaron impotentes para acaudillar a los trabajadores y el pueblo en esta nueva etapa. Sea por su nivel de integración y complicidad, por qué no quieren. Sea por la estrechez de su propuesta política e ideológica, por qué no pueden.
Será el desafío de la izquierda –principalmente de los partidos que integran el FIT, y más específicamente el PTS y el PO– no solo orientar su política de manera impetuosa y extendida hacia los sectores castigados por el programa de gobierno, con particular atención a los batallones centrales de la clase obrera en abierta disputa con la burocracia sindical peronista; sino el tender puentes hacia otros agrupamientos que teniendo una perspectiva anticapitalista no provienen de su misma tradición.
Unidad de acción en la lucha, Frente Único de clase para disputar el movimiento de masas y Frente Político Anticapitalista y por el Socialismo para darle una estrategia revolucionaria; bien puede ser la síntesis de las tareas que la etapa actual nos exige.