por Abel Bohoslavsky
El 2 de agosto una explosión en la Escuela N° 49 del barrio San Carlos de la ciudad de Moreno, provincia de Buenos Aires, ocasionó la muerte de la vicedirectora (en funciones de directora) Sandra Calamano (48 años) y del auxiliar docente Rubén Rodríguez (45). Ambos estaban en preparativos para la apertura de la escuela donde minutos después tenían que llegar 400 escolares a tomar su desayuno e iniciar la actividad. La conmoción es muy grande por esas dos muertes. Y no se atenúa pensando que si hubiese ocurrido minutos más tarde el episodio hubiese tenido magnitudes dantescas. Sandra y Rubén murieron cuando estaban trabajando.
¿Fue un accidente de trabajo? Sí, de acuerdo a la actual definición un accidente de trabajo, «es un hecho súbito y violento ocurrido en el lugar donde el trabajador realiza su tarea y por causa de la misma (…)». Si se toma el concepto literal solo de accidente como «suceso imprevisto que altera la marcha normal o prevista de las cosas (…)», este y muchos otros accidentes de trabajo no son hechos imprevistos. Al contrario, son previsibles. Las/os compañeras/os de trabajo de Sandra y Rubén informaron que se habían realizado ya 8 denuncias ante las autoridades de Educación sobre pérdidas de gas en la escuela. El día antes, la vicedirectora estuvo esperando y atendió después del horario escolar a un gasista que vino a tratar de arreglar esa pérdida. Es decir, el personal siempre se preocupó por esas graves deficiencias en las condiciones de trabajo y estudio. Pero el problema nunca se solucionó.
Madres y padres de escolares, y compañeras/os de trabajo, nos contaron cómo eran y qué hacían desde siempre Sandra y Rubén. Hay una filmación de Sandra hablando en una manifestación de niñas/os músicos reclamando ante el Ministerio de Educación de la Nación. Rubén era un activista sindical de la Asociación de Trabajadores del Estado y de la Central de Trabajadores Argentinos. Además de enseñar, ayudar a niñas y niños y arreglar la escuela, preparaban el desayuno. Murieron trabajando.
Inmediatamente después de la explosión, intervino una fiscalía de turno para realizar una Investigación Penal Preparatoria. Y el gasista fue llamado a declarar. Pero lo que se debe investigar no es un delito común. Tampoco fue un hecho imprevisto, porque las víctimas y otros integrantes del personal ya lo habían advertido y denunciado. Hay una autoridad local (Consejo Escolar) y una autoridad provincial (secretaría de Educación). Docentes y auxiliares son empleados estatales. El Estado provincial, como todo empleador, tiene el «deber de seguridad», responsabilidad legal que, resulta evidente que no cumplió. El mantenimiento de una escuela es tan imprescindible como el de un hospital o cualquier instalación fabril o de servicios. En un accidente de trabajo debe investigarse la red del árbol de causas para encontrar la causa del infortunio laboral. Hay una cadena de responsabilidades en el origen de semejante acontecimiento mortal. Estos homicidios no son crímenes comunes. No son episodios de la llamada inseguridad frente a la actividad delictiva. Son crímenes sociales.
Según la estadística de la Superintendencia de Riesgos de Trabajo, en 2016 ocurrieron 608.422 accidentes de trabajo, 709 de los cuales fueron mortales. Si se saca un promedio, muere 1,9 personas por día. Dos muertes cada 24 horas, 1 cada 12 horas. Pero, atención: estas cifras se refieren a 9.634.007 trabajadoras/es registradas en 2016. Si se toma en cuenta que un 35% (¿o más?) de la fuerza laboral está precarizada (mal llamada “en negro”), es perfectamente razonable estimar que entre unos 4 millones de no registrados ocurra –en promedio– por lo menos otra muerte más cada día. Tres víctimas fatales trabajando, 365 días al año. ¡Una muerte cada 8 horas! De esta inseguridad ¿quién habla?