por Ana Bochichio
El último 12 de agosto en Charlottesville, la extrema derecha volvió a ser protagonista de un hecho de violencia racial en los Estados Unidos dentro del marco de la convocatoria de supremacistas blancos a la marcha en contra de la remoción de la estatua de Robert E. Lee, General del Ejército confederado. Pero ¿quiénes son estos supremacistas blancos?
Como bien afirmaba el slogan de la convocatoria –Unite the Right–, la extrema derecha norteamericana no es homogénea. Por el contrario, está sumamente dividida en relación a las retóricas y estrategias que adoptan sus movimientos. Sin embargo, en su gran mayoría comparten una ideología que les permite unirse en una marcha de este tipo. Por su puesto, entre los supremacistas blancos existen escalas de extremismo. Muchos de ellos, incluso, se camuflan como políticos «semirrespetables» que actúan en un oscilante límite entre la derecha conservadora más tradicional y la derecha racista más radical. Razón por la cual en Charlottesville marcharon unidos tanto neonazis como grupos neoconfederados, milicias, miembros del Ku Klux Klan y sectores antiinmigrantes simpatizantes de Donald Trump.
Lo que une a estos grupos es un enemigo en común: todo lo que sea extranjero y no blanco. Además, la gran mayoría, son antisemitas, ya que consideran que el judaísmo internacional es la mente maestra detrás de una gran y compleja conspiración para destruir a los Estados Unidos con el fin de conquistar y dominar el mundo. Según esta visión, construida durante todo el siglo XX, para lograr su objetivo los judíos fomentan la mezcla interracial y se infiltran en el gobierno para dirigir desde adentro el destino del país y del mundo en función en sus intereses.
En ese marco ideológico cobra importancia la estatua del General Lee, que representa las tensiones que la Guerra Civil no terminó de resolver y que siguen latentes entre ciertos sectores estadounidenses. Por un lado, el completo sistema de vida del Sur prebélico estaba basado en un sistema esclavista, sostenido ideológicamente por la supremacía blanca. Esta ideología sostenía que Dios creó al hombre blanco para dominar y a los negros para servir, lo cual constituía un orden natural indiscutible. Lógicamente, la abolición de la esclavitud no significó la desaparición de tal cosmovisión. Legislación Jim Crow de por medio, ésta se mantuvo viva y fue mutando hasta la actualidad al mismo tiempo que se conjuga con el antisemitismo.
De todos modos, la supremacía blanca no es exclusiva de los extremistas de derecha. En Estados Unidos el racismo es un elemento esencial de la sociedad, la cual se construyó sobre la base de la superioridad blanca por sobre el resto de las poblaciones que se dominaron durante el proceso de conformación nacional: nativos americanos, mexicanos y negros. De hecho, los blancos más pobres siempre se han sentido integrados a la sociedad gracias a su color de piel, si no tienen otra cosa con la cual pertenecer.
En tal sentido, la remoción de la estatua representa una tensión aún más compleja y más representativa de los reclamos propios de la extrema derecha: el conflicto entre el poder del Estado federal y de los estados. El argumento de los states rights supone que el Estado federal no debe intervenir en los derechos de los individuos representados por los estados. En tal sentido, este argumento ha sido tradicionalmente esbozado por los sectores más conservadores y racistas para justificar el mantenimiento de un staus quo primero esclavista, luego segregacionista y ahora, entre los más extremistas, separatista. Estos últimos conforman el llamado separatismo blanco. Al igual que durante la Guerra Civil, tales grupos adhieren a la idea de la secesión con respecto al Estado federal, basándose en la supuesta unidad de la nación blanca.
Entonces, la estatua del General Lee representa, para ellos, el aplastamiento de todos sus derechos como ciudadanos de una nación cimentada sobre supuestas bases republicanas. Y lo peor es que creen que éstos se aplastan en función de la defensa de los derechos de los negros y los inmigrantes, quienes no representan, para la supremacía blanca, la esencia excepcional, cultural, nacional ni racial de los Estados Unidos.
Ahora bien, ¿Qué rol juega el presidente Trump en este entramado? En general, en la historia norteamericana ha existido una tendencia inversamente proporcional, por la cual cuando un presidente conservador se hace cargo de la Casa Blanca, los grupos de extrema derecha tienden a decrecer y/o suavizar su discurso. Sin embargo, ésta vez no ha ocurrido lo mismo. Según el Southern Poverty Law Center, durante el 2017 los grupos supremacistas blancos, en conjunto, han aumentado considerablemente. Si hasta el año pasado había 623 grupos, este año se han registrado más de setecientos.
Esta «anomalía» puede relacionarse con el hecho de que es la primera vez que muchos de los grupos de extrema derecha (no todos) se sienten representados o, al menos, simpatizan con la retórica de Trump. Por lo tanto, se sienten interpelados en su lucha. David Duke, uno de los supremacistas blancos más mediáticos de las últimas décadas, ha apoyado al presidente durante toda la campaña y durante la manifestación en Charlottesville afirmó que «estamos decididos a recuperar nuestro país… Vamos a cumplir las promesas de Donald Trump».
Este fenómeno tiene que ver, principalmente, con dos cuestiones. En primer lugar, Trump se presentó a sí mismo como alguien ajeno al tradicional establishment político norteamericano. Así, pudo sostenerse sobre un discurso populista que tradicionalmente ha estado asociado, entre algunos sectores extremistas, a la derecha más antisemita del país puesto que acusa al capital financiero judío de Wall Street de enriquecerse a costa de la explotación de los trabajadores (blancos) norteamericanos. Por otra parte, Trump se ha distinguido por su discurso contra la inmigración ilegal. Se convirtió, así, en un representante de las tendencias nativistas de la extrema derecha, es decir aquellas que se oponen a todo lo extranjero por considerarlo un peligro contra los valores blancos, además de considerar que vienen a quitarles los puestos de trabajo.
En relación al tema de la inmigración también juega un rol importante la retórica antiislamita de Trump. Sin embargo, ésta es una cuestión compleja. Si, por un lado, ISIS les parece un producto de la barbarie, por otro, muchos supremacistas blancos apoyan el terrorismo islámico, sobre todo por su oposición al Estado de Israel, en una suerte de lógica que afirma que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». De hecho, para muchos el atentado a las Torres Gemelas de 2001 fue un acto respetable porque, más allá de la pérdida de vidas blancas, fue un golpe en el centro del «poder financiero judío».
En definitiva, la extrema derecha norteamericana, más allá de sus diferencias, es capaz de reconocer la necesidad de unirse ya que, en el fondo sí está unida por una ideología común que explica todos los males de la sociedad como grandes conspiraciones extranjeras que operan dentro de los Estados Unidos. Tal explicación proviene del conjunto de elementos asociados a la traición racista más radical del país. La supremacía blanca, por lo tanto, es endógena en los Estados Unidos.