por Marcelo Colussi*
«Los iraníes que se manifiestan contra su gobierno verán un gran apoyo de Estados Unidos en el momento adecuado».
Donald Trump, con motivo de los actuales acontecimientos en Irán (enero 2018)
Partidos políticos en crisis
A partir de las dos últimas décadas del pasado siglo, y en lo que va del presente, asistimos a una gradual pero permanente decadencia de los partidos políticos tradicionales. Esto se da tanto en la derecha como en la izquierda. Las poblaciones van evidenciando un creciente hastío en relación a las formas tradicionales de la «política profesional», dada por tecnócratas, burócratas siempre alejados de la gente, «mentirosos de profesión». La política hecha a través de los partidos (farsante, embustera, manipuladora) sigue siendo la forma en que se maneja la institucionalidad de los Estados nacionales, pero cada vez más es la mercadotecnia, el manejo «de mentes y corazones» –como pedía Zbigniew Brzezinsky, maestro en estas artes–, la tecnología publicitaria, la que «hace» la política. O, al menos, la que se encarga de «manejar» a las grandes masas. Las decisiones fundamentales, por supuesto, se siguen haciendo en las sombras. Y no la hacen los «políticos de profesión» precisamente, sino los que les financian las campañas y para quienes, en definitiva, trabajan. Entonces, como acertadamente dijera el francés Paul Valéry: «La política es el arte de hacer creer a la gente que toma parte en los asuntos que le conciernen». Deberíamos agregar: «pero sin permitirle que realmente se involucre en nada».
De ningún modo esos partidos están agotados, pues continúan siendo correas de transmisión entre el poder económico –los verdaderos amos– y las grandes masas, ofreciendo las capas de burócratas que manejan los aparatos estatales. Pero la credibilidad de esos partidos está por los suelos. De todos modos, el «credo» fundamental de la politología oficial, de la llamada «democracia representativa», está dado por la existencia de esos partidos. El resguardo de lo que la ciencia política de derecha funcional al sistema llama «gobernabilidad» son esos –aunque desacreditados y un tanto aborrecidos– partidos políticos. Por así decir: un mal necesario para el sistema.
En el campo de la izquierda las cosas también están complicadas. Caídas las primeras experiencias socialistas de la historia (desintegración de la Unión Soviética, extinción del bloque socialista europeo, reversión del socialismo chino) el avance de las fuerzas de cambio social quedó un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una pregunta clave en el campo de la izquierda es ¿cómo construir alternativas válidas, consistentes, realmente efectivas? Los particos políticos clásicos, con un esquema leninista si se quiere, en el momento actual no están en crecimiento. Antes bien: han perdido credibilidad, no arrastran gente. Hoy por hoy todo lo que suene a confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo mediático-ideológico es visto como «peligroso». O, cuando menos, como desconfiable. De ahí que los partidos políticos de izquierda, los tradicionales particos comunistas, no están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje capitalista «moderado», no hay la más mínima diferencia con los partidos políticos de derecha.
A decir verdad, hoy no se ve muy claro ninguna propuesta real de transformación social. Ello no significa, en modo alguno, que el sistema capitalista esté blindado ante los cambios. Son incontestables los elementos que demuestran su inviabilidad a futuro: el solo ecocidio (la monumental catástrofe medioambiental) que ha producido con su alocado modelo de consumo, o el tener las guerras como una siempre posible válvula de escape cuando se traba, deja ver su insostenibilidad. Pero solo, por su propio peso, no case. Es necesario que alguien lo derribe. ¿Quién es el sujeto revolucionario entonces en la actualidad? ¿Es posible hoy levantar las banderas de partidos políticos revolucionarios?
Movimientos populares espontáneos
En ese sentido, en distintas latitudes del planeta, y sin dudas en Latinoamérica con una considerable fuerza, lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (en general movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales.
Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX), estos movimientos constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe «Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global», del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: «A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas».1 Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses (¿quizá también la lógica capitalista en su conjunto?), el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente: la «Guerra de Red Social» (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, escrito antes de la desmovilización de la principal fuerza guerrillera de Colombia pero igualmente válido ahora, «la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas».2 Anida allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se trata. ¿Quién dijo que todo está perdido?
No hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de trabajadores y capitalistas. Eso continúa siendo la savia vital del sistema: la producción centrada en la ganancia empresarial. En ese sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital siguen siendo absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza que una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa contradicción –que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.– pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, campesinos pobres, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, amas de casa, subocupados varios, trabajadores precarizados e informales. Lo cierto es que, con la derrota histórica de estos últimos años luego de la caída del Muro de Berlín y los retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés que la clase trabajadora ha sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje de estos años, eufemísticamente llamado «neoliberalismo» (precarización de las condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores, quienes viven de su ingreso, los verdaderos y únicos productores de la riqueza humana, quedaron desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados.
De ahí que estos movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La pregunta sigue siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación, de cambio social? Evidentemente la potencialidad de este descontento, que en buena parte de América Latina se expresa en toda la movilización popular anti-industria extractivista (minería, centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola destinada al mercado internacional), puede marcar un camino.
Inmediatamente surge una pregunta, una preocupación, si se quiere ver así: por todo el mundo están apareciendo movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto a estos movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica aparecen otros grupos, habitualmente urbanos y más de sectores medios que, curiosamente, levantan banderas «pro-democráticas». Pero, por supuesto, no son lo mismo.
Movimientos «democráticos»
No todos estos movimientos «de masas» son iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia de Washington como un peligro –por ejemplo en Latinoamérica todos los que se oponen a la industria extractivista– tienen una lógica totalmente distinta a aquellos que se levantan como «defensores de la democracia», con un contenido más clasemediero.
Estos últimos deben ser vistos y entendidos en su contexto. Como mínimo, podrían apuntarse varias experiencias que se han venido dando desde hace algún tiempo: 1) las revoluciones de color que surgieron en estos últimos años, básicamente en las ex repúblicas soviéticas, más algunos movimientos similares en Medio Oriente; 2) lo que se llamó la Primavera Árabe, y 3) los movimientos supuestamente «cívicos» que se dan en Latinoamérica («estudiantes democráticos» en Venezuela, movilizaciones anti-corrupción en distintos países –Guatemala fue el primer laboratorio, en el 2015, seguido de iniciativas más o menos similares en distintas latitudes: Brasil, Argentina, Bolivia–, «Damas de blanco» en Cuba).
¿Qué representan, en realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, así como los «movimientos de estudiantes democráticos antichavistas» en la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.
Inspirado de alguna manera en los sucesos de Tiananmen, de China en 1989, el primer laboratorio que sirvió a los estrategas estadounidenses para darle cuerpo y definición conceptual a estas operaciones de clara intervención injerencista, siempre disfrazados de revueltas populares pacíficas espontáneas, fue el derrocamiento del primer mandatario servio Slobodan Milosevic, en Serbia y Montenegro en el año 2000.
Son notas distintivas de estos movimientos supuestamente espontáneos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por cierto, y que no tienen los movimientos de defensa territorial como los mencionados más arriba), siempre de nivel mundial cubiertos espectacularmente (llamativamente) por cadenas internacionales, la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. Y también –esto es fundamental– el hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias gubernamentales estadounidenses, tales como la USAID, la NED, la CIA o, en algunos casos, de organismos no gubernamentales, como la Fundación Soros o la Freedom House, financiamientos en general negados o escondidos. Y si se niega, obviamente por algo será.
El ideólogo que le dio forma a este tipo de intervenciones es el estadounidense Gene Sharp, profesor y escritor visceralmente anticomunista, autor de los libros «La política de la acción no violenta» y «De la dictadura a la democracia», nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta del hindú Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases para que la CIA desarrollase sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, consisten en tres pasos:
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Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental.
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Fomento del desprestigio de las fuerzas de seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
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Llamado al derrocamiento no violento del gobierno.
En esta línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió en algunas de las ex repúblicas soviéticas (no siempre con éxito, los planes a veces fallan), o con la Primavera Árabe, que barrió el norte de África y buena parte del Medio Oriente, o lo que está sucediendo en este momento en Irán (de ahí el epígrafe con que abrimos el texto), que pueden haber iniciado como auténticas protestas populares, espontáneas y con energía transformadora pidiendo algunas determinadas modificaciones puntuales, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneran (porque son cooptadas) por esta ideología «democrática» –manipulada desde este proyecto injerencista de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas–. O, es preciso no perderlo de vista, arrancan directamente como plan urdido y financiado por potencias extranjeras, en secreto obviamente, buscando la reversión (roll back) de un gobierno «molesto».
A todos estos procesos de «rebeldía ciudadana», a estas llamadas «revoluciones de colores», le suceden luego sistemáticamente gobiernos de «conciliación y apertura», en los que quedan excluidas las distintas fuerzas políticas que apoyaron a la administración gobernante derrocada. Todo eso, la forma ordenada y metódica que comportan estas «iniciativas», permiten colegir que no son tan espontáneas sino que, por el contrario, obedecen a guiones muy bien trazados. Luego de las destituciones, de los cambios buscados, que nunca son estructurales, que solo se quedan en el reemplazo de algún funcionario, el supuesto «villano de la película», –cambio realizado supuestamente a partir de esos sentidos reclamos populares– continúan medidas económicas neoliberales, produciéndose una fragmentación del espectro político del país o la zona donde se intervino (balcanización), pudiéndose suceder también estallidos o rebeliones territoriales de corte separatista, todo lo cual sirve para sumir así al país en cuestión en complejos y prolongados estados de ingobernabilidad. Nunca más oportuna que ahí la máxima maquiavélica de «divide y reinarás».
Movimientos «democráticos» versus movimientos populares auténticos
Estas supuestas movilizaciones espontáneas de grupos civiles (revoluciones de colores) tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca (secundariamente también a los grandes capitales europeos), siempre boicoteadores / obstaculizadores de proyectos con un tinte socializante o popular. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los cuales reivindican territorios ancestrales sentidos como propios y se oponen a esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de los países periféricos.
Esas movilizaciones «democráticas» constituyen, en definitiva, un arma de dominación del sistema capitalista, muy bien pergeñada, muy efectiva por cierto, que sirve casi sin violencia (nunca son totalmente pacíficas, porque también apelan a actos violentos llegado el caso, como pudo verse el año pasado en Venezuela, con 110 muertos) a los fines espurios de mantener el estado de cosas. Si se quiere decir así: con la apariencia de un gran cambio en las formas, quitando supuestas «dictaduras» o gobiernos indeseables, esas iniciativas ciudadanas son un puro gatopardismo: hacer como que se cambia algo para que, en sustancia, no cambie nada. O, peor aún, cambiar un gobierno díscolo a los dictados de los grandes capitales globales. Pero ningún otro cambio más, haciéndole creer a la población que fue artífice de una genuina transformación («arte de hacer creer a la gente que toma parte en los asuntos que le conciernen»). Justamente por eso, porque se trata de un arma de control social, tienen tanta pomposidad en las cadenas mediáticas de impacto global. Por el contrario, todos los movimientos espontáneos indígenas-campesinos (y también los urbanos, si los hay) son criminalizados, presentados siempre como «cuerpos extraños», molestias que vienen a interrumpir la «vida normal». De ahí a actos terroristas, un paso.
Por otro lado, los movimientos populares mencionados en principio, en muchos casos indígenas y campesinos, en general espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista, y no en todos los casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una expresión de un descontento que alberga en las grandes masas de damnificados, en general rurales –en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos, que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo rural en su composición económico-política, social y cultural–. Pero si bien no encajan en lo que la teoría marxista clásica podría haber visto como el necesario fermento revolucionario: un proletariado industrial urbano, o una masa de trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos, mechas de transformación, calores revolucionarios. No se debe olvidar que las revoluciones socialistas ocurridas durante el siglo XX: la mexicana que no llegó a consustanciarse, la rusa, la china, la vietnamita, la cubana, la nicaragüense fueron, en definitiva, movimientos populares con una fuerte composición campesina, direccionadas luego por un partido (vanguardia) con principios comunistas.
En ese sentido, no se puede reivindicar ciegamente el espontaneísmo. Eso solo no conduce a ningún lado. Ejemplos al respecto sobran. Solo para citar alguno, valga el trágico diciembre de 2001 en Argentina. Allí, ante una brutal crisis económica, la gente salió a la calle enardecida, espontáneamente, y al grito de «¡Que se vayan todos!», cinco presidentes desfilaron por la Casa de Gobierno en unos pocos días. La furia popular los sacó. Se podría decir que había allí una incendiaria situación ¿pre-revolucionaria?, pero la falta de conducción no pudo aprovechar ese estallido de descontento popular. La gente en la calle espontáneamente no necesariamente es sinónimo de cambio. De ahí la necesidad de poder articular movimientos espontáneos, furias desatadas y ánimos honestamente caldeados por situaciones de injustica con propuestas de largo aliento que tengan claro contenido político revolucionario. Si no, no se pasa del descontento que, lamentablemente, puede terminar en pillaje y saqueos, no más.
Ahora bien: sabiendo el potencial que anida en esos auténticos movimientos populares de descontento que se han venido dando en Latinoamérica, fundamentalmente contra la producción extractivista (por explotadora, por ecocida, por atentar con los territorios tradicionales), no hay que perder de vista la llama encendida que puede significar la «Declaración de Quito» con la que concluyó el encuentro continental «500 Años de Resistencia India», realizada en julio de 1990, preparatorio de la contra-cumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del «encuentro» (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492: «los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país».
Si la política tiene algo de arte, entonces de lo que se trata no es de «engañar», de «hacer creer a la gente que toma parte en los asuntos que le conciernen» sino en propiciar realmente su inclusión como verdadero, como único agente real de transformación. «Los libertadores no existen», dijo el Che Guevara. «Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos».
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Notas al pie
1# En Yepe, R. «Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia». Versión digital disponible en la página: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
2# Boaventura Sousa, S. «Estrategia continental». Versión digital disponible en https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/
*Nota: Artículo reproducido por petición del autor.
Contacto:
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Coincidiendo con el contenido central de esta ponencia – denuncia de la estrategia contrainsurgente imperialista y aliento de una perspectiva revolucionaria genuina sintetizada en la frase final «Los libertadores no existen», dijo el Che Guevara. «Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos» – creo que hay algunos párrafos, para mí, cuestionables:
“Los partidos políticos clásicos, con un esquema leninista si se quiere, en el momento actual no están en crecimiento. Antes bien: han perdido credibilidad, no arrastran gente. Hoy por hoy todo lo que suene a confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo mediático-ideológico es visto como “peligroso”. O, cuando menos, como desconfiable. De ahí que los partidos políticos de izquierda, los tradicionales particos comunistas, no están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje capitalista “moderado”, no hay la más mínima diferencia con los partidos políticos de derecha.”
En este párrafo se da por (sobre) entendido al lector que los partidos comunistas eran leninistas (y esto sería una de las razones de sus fracasos). Nada más alejado de nuestra Historia del siglo XX. Esos PCs, evocando el leninismo y vanagloriando al propio Lenin, fueron lo contrario: verticalistas y antidemocráticos en lo interno, formuladores y practicantes de políticas de conciliación de clases, postulantes del reformismo clásico (kautskianos y antileninistas), pacifistas contrarios a las insurgencias, pero represores armados en gobiernos propios o en coaliciones. Además de no compartir conceptualmente esa descripción histórica, creo que genera gran confusión en el novel lector, precisamente porque no se ajusta a la realidad histórica.
“Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX)”.
Este párrafo, reproduce y profundiza lo que señalo como error. Los PCs en el siglo XX no han sido mayoritariamente clasistas (en el sentido proletario del término), no fueron revolucionarios en sentido estricto alguno. En más de un país (Argentina, Bolivia) fueron abiertamente contra-revolucionarios. En las dos revoluciones triunfantes (Cuba, Nicaragua) se opusieron durante muchos años al movimiento revolucionario, para luego plegarse a último momento, en la instancia del desenlace insurreccional.
“el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente: la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil):
Esta estrategia, por más que se denomine de “cuarta generación” o “guerra de red social” es similar a la de la contrainsurgencia de los 60-70. En Argentina, se aplicó de esa manera casi calcada hace 40-50 años.
“de iniciativas más o menos similares en distintas latitudes: Brasil, Argentina, Bolivia–, ‘Damas de blanco’ en Cuba)”
Las “Damas de Blanco” en Cuba no son un grupo anticorrupción ni nada por el estilo. Motivadas por familiares presos disidentes, cuestión real y compleja en Cuba, reciben apoyo de EE. UU. para un hostigamiento más al gobierno de la Revolución. Pero no tienen características que las asimilen a otros grupos o movimientos que enfrentaron a gobiernos populistas.