por Gerardo Médica
Son las 13 horas en el barrio San José Obrero de Gregorio de Laferrere. Por esas cosas que la vida sana impone y las normativas que impiden quemar tabaco en los edificios públicos, fumo en la vereda de una ONG que cumple funciones sociales en el lugar. Desde hace tres años doy clases en un aula que presta la institución al programa CESAJ -dependiente de la escuela del barrio- orientado a alumnos en riesgo escolar. Las problemáticas que sufren son diversas: drogas, discriminación, violencia familiar, social e institucional. Es más, varias de mis alumnas son madres solteras y otras tantas ya están embarazadas. Son las 13 horas de este miércoles 13 de abril, fumo y en los televisores del barrio Cristina habla a miles de militantes quienes desesperados intentan sacarse fotos para eternizar y testimoniar en alguna red social -con una v en la mano que les cuesta impostar- que son sus soldados para la “revolución”.
Para rematar este día tan gris habla Macri en cadena nacional, inaugurando con sus amigos empresarios algo que no recuerdo. Lo poco que escucho de esos discursos me parece tan lejano a lo que sucede en este barrio. Llueve y el cielo plomizo anticipa que está dispuesto a baldear estos lares al oeste del conurbano. Mis alumnos difícilmente hoy asistan. Fumo y entre gotas y barro contemplo una chica de no más de 16 años esquivando charcos con un bebé entre sus brazos. Detrás una peregrinación de perros flacos desorientados ladran furiosamente a un tipo en bicicleta.
Mientras observo consumirse mi cigarrillo pasa José – un ex alumno que repara todos revólveres y pistolas del barrio- dado vuelta con la visera tapando sus ojos. Cada vez que lo veo así, se me viene a la cabeza el tema de Flema: “Mirando el pasado en el viento/ fumo un cigarrillo en soledad. / Loco por las calles voy sin rumbo/ me tomo un valium para olvidar. / Siempre es así, así, desde que no estás”. Pasa y al verme me grita: “¡Aguante Lafe profe! Lo hace para marcarme que soy de Brown y que este año el mirasol anda por el piso.”
A unos metros de la vereda en donde estoy fumando veo el centro comunitario del barrio donde están velando a un pibe que según Lucho (un viejo piquetero y portero de la institución) se llamaba Víctor. Mientras el segundo cigarrillo se consume, llega Martín todo embarrado, el único alumno que se le atrevió a la lluvia.
Entramos al aula, donde esta tarde gris estará muy lejos de los contenidos. Martin es un chico que trabaja de pizzero, sostiene a su familia y es brillante intelectualmente. En su mochila siempre habitan libros que pide prestados en la escuela o donde puede. Me cuenta lo que todo el mundo ya sabe, que ayer mataron a Víctor, un pibe que robaba motos y autos y que lo están velando en el centro comunitario. Me dice con una naturalidad que me sorprende que lo mató con un tiro en la nuca cuando robaba una moto un policía de civil. Me comenta además, que esto para ellos es moneda corriente porque las balas están siempre en el barrio. Tal es así que hace poco unos chorros balearon a Jorge uno más que murió. Hay tiros de la policía contra los ladrones, los ladrones contra la gente, los vendedores de droga contra otros y que los tiros están por todas partes. Y después de todo un silencio que asusta.
Me cuenta además que con los pibes del barrio pintaron un mural para recordar a José y que las ofrendas van desde velas, cigarrillos, cajas de tetra y alguna estampita perdida del Gauchito Gil.
Ya no son las 13 horas, son casi las 15, y a pesar de que llueve bastante salimos al recreo. En el patio nos colocamos cerca del alambrado por una cuestión de respeto cuando sacan del centro comunitario el cajón de Víctor. Cerca de 50 personas acompañan al cajón en una procesión que detiene el tiempo. El cortejo con rumbo al cementerio comienza. Unos pocos autos con familiares que lloran desgarradoramente, un micro escolar con vecinos y unas veinte motos lo acompañan. Al partir, mientras la caravana toma rumbo por las calles llenas de barro, uno de los pibes en moto grita:¡ Aguante Lafe! ¡Víctor no se murió!
En ese instante el tiempo se detuvo y el recreo fue eterno. Llueve y llueve y las lágrimas de más de un vecino se disimulan ante tanta impotencia. Mi cara –creo- demuestra una angustia que no puedo ocultar. Siento que toda la orfandad del mundo la han puesto en estos días en este barrio.
El cortejo se aleja y damos por terminado el recreo.
Segundos después Martín rompe el silencio y en forma poética me dice: “No se aflija profe. Las cosas acá son así. Está noche en honor a Víctor y para sacarnos este dolor, tiraremos unas balas al viento.”