por Pablo Pozzi
Hace unos cuantos días me vienen escribiendo amigotes yanquis sobre las elecciones. Unos insisten que hay que derrotar al Idiota Útil de Putin (Putin’s Useful Idiot), más conocido como Donald Trump. Otros, que el problema real es el candidato demócrata, Joseph Biden, que no sólo es corrupto sino un hostigador sexual y claramente tiene los principios de demencia senil. En ambos casos es casi imposible intercambiar opiniones con ciertos visos de civilización. Se odian mutuamente, y ahí si hay una «grieta» que no solo no va a ser saldada fácilmente, sino que tendrá consecuencias imprevistas en la política norteamericana y mundial. Por una vez, yo que me quejo de la Argentina estoy contento de no ser yanqui. ¿Quién va a ganar? Y ¿los partidarios del perdedor van a aceptar su derrota?
En poco menos de cien días tendremos elecciones presidenciales en Estados Unidos. El 3 de noviembre irán a las urnas los 153 millones de votantes empadronados, o sea 76% del total de posibles votantes. Según los diversos analistas, si la elección fuera ahora, debería ganar el candidato demócrata Joe Biden por una diferencia abrumadora. Según RealClearPolitics.com, que realiza un promedio de las encuestas nacionales, la diferencia en intención de voto da 50% a 41%, 9 puntos a favor de Biden. Asimismo, la proyección de votos en el Colegio Electoral lo daría como triunfador 352 a 186. O sea, ¿ya está? Más o menos. Como siempre las cosas son más complicadas y dependen de diversos factores.
Empecemos por la cuestión electoral. Más allá de que Trump tiene una cantidad importante de detractores, y una gran cantidad de devotos, la elección parece decidirse en torno a tres temas centrales: la economía, la pandemia, y el racismo. Esto debería ser simple, ya que Trump ha sido un desastre en los tres aspectos. Sin embargo, esto no es tan así. Primero de todo, la economía y su influencia electoral no es tanto una cuestión de datos y estadísticas duras sino de percepciones. Muchos norteamericanos sienten que la economía va camino a mejorar en un futuro no muy lejano, y creen que la política agresiva frente a China, México y la Unión Europea va rindiendo sus frutos en cuanto a creación de empleos y mejoras salariales. ¿Es esto real? La verdad es que no, pero Trump insiste que sí, y una cantidad importante de votantes, incluyendo muchos demócratas le creen. Digamos, una vez más el norteamericano medio se convierte en un desafío a razón e insiste que «yo creo tal cosa y no me molesten con la realidad».
Al mismo tiempo, la pandemia ha afectado seriamente la economía y el empleo, pero no de igual manera en todos los estados. Por un lado, la vasta mayoría de los 42 millones de personas que perdieron sus trabajos en los últimos meses, son principalmente hispanos y afroamericanos. No sólo estos nunca fueron votantes trumpistas, sino que también tienen un alto índice de abstención electoral o de no estar empadronados. A eso agreguemos que los principales estados afectados por la pandemia han sido Florida, Nueva York, California y Michigan. Los últimos tres son baluartes demócratas, si bien Michigan votó a Trump en 2016 y hoy en día esta en disputa. El alto nivel de desempleo puede generar anomia y un mayor índice de abstención, y no un voto protesta.
El tema de la pandemia es central en estas elecciones. Durante los meses de marzo a junio los analistas políticos debatían si Trump iba a postergar las elecciones debido a la pandemia. En realidad, el debate fue más un esfuerzo por instalar el miedo en la población de un posible golpe de estado trumpista que una realidad. La fecha electoral depende del Congreso y no de la Presidencia, y su realización y características residen en los gobiernos estaduales. Esto último incluye quién puede votar (por ejemplo, en Florida si has sido detenido tres veces pierdes ese derecho, mientras que en Nueva York no), cuándo empiezan y terminan las elecciones, quién las supervisa, y cuántas mesas electorales hay y dónde se ubican. Lógicamente, cada gobernador tiende a favorecer a su partido.
A fines de julio la cantidad de contagiados en Estados Unidos era 4.376.053 personas con un poco más de 150 mil muertes. Del total, una cantidad muy importante se concentran en las costas, históricamente tendientes a votar demócrata. Los votantes en estas zonas ¿irán a votar o tendrán miedo al posible contagio? Luego, 32 de los 50 estados de la Unión aplicaron algún tipo de cuarentena, si bien en la mayoría de los casos esta fue flexible. En realidad, si bien el presidente puede recomendar una medida, la realidad es que la decisión es de los gobernadores. De hecho, Nueva York y California tuvieron una cuarentena parcial hasta junio, y solo Washington DC (que Trump si controla) tuvo una cuarentena estricta. Esto significó que hubo movilizaciones en contra de las cuarentenas (lockdowns) y los gobernadores en estados como Michigan y Florida, y no contra el gobierno nacional.
Por otra parte, la tasa de contagios durante el mes de julio parece estar de baja, aunque va en aumento en varios estados trumpistas, y no se sabe si habrá una «segunda ola». En principio, la pandemia parece haber afectado a Trump más en ciertos sectores que en otros, y su insistencia de que «vamos ganando» ha hecho mella en votantes sobre todo del centro y sur norteamericano, igual que ha generado rechazo en California y Nueva York. Otra vez, lo más importante es, si continúa la pandemia con altos niveles de contagio en una nación donde el voto no es obligatorio, ¿irán los ciudadanos a votar? En esto Trump tiene cierta ventaja: su base electoral es más militante y ha sido menos propensa a aceptar las restricciones de la pandemia. O sea, en un contexto de una alta tasa de contagios, es más probable que vayan a votar los trumpistas que los que prefieren a Biden.
En lo anterior es importante el tema de las «minorías», o sea afroamericanos, hispanos, trabajadores y mujeres jóvenes. El problema es que estos son los votantes que, históricamente, han tendido hacia los demócratas. La tendencia histórica ha sido que estos sectores tienen un alto grado de abstención electoral. Por ejemplo, si bien los hispanos son cerca del 13% de la población, solo un 60% está empadronado y de ese total vota un poco más de la mitad, excepto en estados como Florida donde la participación de cubanos emigrados es alta. En el caso de los afroamericanos, que representan un 10% de la población, su participación es mayor que la de los hispanos, pero no demasiado. Lo mismo en el caso de obreros: su participación electoral aumenta de forma importante si son sindicalizados, pero estos representan un 8% del total; en cuanto a los no sindicalizados la mayoría tienden a votar a Trump.
Uno de los temas que va a impactar sobre la elección es el asesinato de George Floyd, y las masivas movilizaciones antiracistas y antipoliciales en cerca de 200 ciudades norteamericanas. En apariencia, esto debería favorecer a los demócratas. El problema ahí es múltiple. Por un lado, Trump continúa explotando el miedo sobre todo en sectores medios suburbanos. Su oferta de enviar a la Guardia Nacional para mantener el orden apunta a eso, si bien es algo ilusorio. La Guardia Nacional depende de los gobernadores estaduales y el presidente, legalmente, puede solo sugerirla y no ordenar su movilización. Por otro lado, con algunas excepciones, los demócratas han tendido a alinearse en contra de las movilizaciones, reclamando la paz y el orden. Todo esto ¿logrará o no mayor participación electoral de afroamericanos, hispanos y jóvenes manifestantes? Los demócratas cuentan que, más allá de su tibia postura con el racismo, la revulsión por la figura de Trump movilice a los votantes a favor de Biden, sin enajenar a los sectores medios que se preocupan de ver grandes masas de «gente de color» en las calles criticando a la policía.
¿Y entonces? Los demócratas estan planteando la posibilidad de modificar las leyes electorales para facilitar el voto por correo («absentee ballot»). De hecho, las senadoras demócratas Kamala Harris (California) y Amy Klobuchar (Minnesota) ya presentaron una propuesta de ley al respecto. Según ellas, esto posibilitaría la participación en tiempos de pandemia, y de paso anularía la ventaja trumpista. Pero el voto por correo genera numerosos problemas. El primero es que faltan menos de cien días para las elecciones y hay que instruir a la población en cómo hacerlo. En particular porque el votante tiene que solicitar la papeleta con tiempo (se calcula que por lo menos dos semanas antes), luego llenarla y enviarla por correo. Esto en un contexto donde, según los analistas, en el mundo de las redes sociales hay un importante sector de la juventud que no solo nunca utilizó una estampilla, sino que no sabe ni dónde queda un correo.
Suponiendo que aprobaran la ley, ahí empiezan los problemas en serio. ¿Cuándo comienza y cuándo termina la elección? Esto podría significar que la elección dure cerca de un mes, con todos los problemas de logística y de gobernabilidad que esto significa. Luego, el voto recibido por correo ¿cuenta cuando llega o cuando fue enviado, según el sello postal? ¿Quién preserva la inviolabilidad de los votos y quién los cuenta? ¿Cómo saber que los votos recibidos fueron efectivamente enviados por un votante empadronado? Harris y Klobuchar sugieren incluir con la papeleta enviada una fotocopia de una prueba de identidad. Esto es complicado porque no existe un documento de identidad en Estados Unidos, con lo que probablemente sea una licencia de conducir o una factura de tarjeta de crédito, ¿y si no tienes ninguna de ellas? Obvio que esto no es garantía de que no haya un fraude masivo, entre otras cosas porque compromete el secreto del voto, con todo lo que eso implica en estados como Florida, Texas, Ohio o Indiana donde grupos como el Klu Klux Klan son fuertes. Con cierto sentido común, los republicanos ya han dicho que esta propuesta complica más que resuelve las cosas, lo más probable es que no llegará a ser considerada a tiempo por el Senado.
A todo lo anterior, los demócratas deben sumarle el problema de su candidato. Joseph Biden es un hombre de confianza del establishment, que fue vicepresidente de Obama, y se lo vincula con Hillary Clinton. Al mismo tiempo, tiene una relación histórica con el complejo militar industrial y Wall Street. Por último, ha sido salpicado por una cantidad de negocios «poco éticos» por parte de su hijo, incluyendo el famoso caso de Ucrania donde Trump, aparentemente, instó al presidente ucraniano a acelerar la investigación del joven Biden a cambio de enviar armas. Dicho de otra manera, las encuestas revelan que Joseph Biden genera poco entusiasmo en la base demócrata. De hecho, uno de sus problemas (al igual que lo fue de Hillary Clinton en 2016) es que muchos de los votantes de Bernie Sanders en las primarias partidarias piensan abstenerse de las elecciones nacionales. Por último, los demócratas tienen un problema mayor en el candidato en si mismo. Hace ya varios años que Biden da la impresión de desvariar en sus apariciones en público: se equivoca al mencionar el lugar dónde está, comete errores en lo que dice, expresa frases sin sentido, dice tonterías. Sus estrategas lidian con esto minimizando sus apariciones en público. Digamos, reeditan la estrategia del primer profesional de la política, Mark Hanna, cuando decidió que su candidato William McKinley no haría apariciones en público ya que era un pésimo orador (y encima carente de ideas). McKinley se escondió, la campaña la hicieron sus publicistas, y ganó la presidencia en 1896 gracias a Hanna.
Pero aquí hay un problema: la ley electoral impone tres debates en televisión nacional a los candidatos presidenciales y otro tanto a los vicepresidenciales. La idea del «dormilón» (como le dice Trump) Biden debatiendo con el combativo y farandulero presidente es algo que les da pesadillas a los estrategas demócratas. Mientras tanto hacen ingentes esfuerzos por modificar la imagen pública de Joe, por ejemplo, han largado una cantidad de artículos en la prensa explicando que «Biden se ha movido a la izquierda» todo para tratar de atraer esos elusivos votantes de Sanders. Obviamente, la gran pregunta es por qué los demócratas han elegido a un candidato como Biden. La respuesta parecería ser que es un «hombre del riñón del establishment». La realidad, indudablemente, es más compleja, y probablemente es que al igual que George W. Bush o Barack Obama, tener un presidente con esas características lo hace más fácil de manejar. Dicho de otra manera, ser presidente en Estados Unidos es ser el mascarón de proa de una nave que gobiernan otros en las sombras.
Eso implica que la candidatura a vicepresidente cobra una inusitada importancia. En parte porque puede atraer los votos que espante Biden, y en parte porque una vez electos se pueden convertir en el poder real detrás del trono. Sencillamente pensemos que Reagan se quedaba dormido en las reuniones de gabinete y las decisiones las tomaban otros como el secretario de Defensa Caspar Weinberger o el director de la CIA William Casey. Esta posibilidad ha desatado una fuerte lucha interna entre los demócratas para ver quién es el candidato a vicepresidente. Para algunos lo ideal sería que la candidata fuera la senadora Elizabeth Warren, perteneciente al ala izquierda del partido (debería quedar claro que la izquierda demócrata se ubica a la derecha de la mayoría de los partidos de centro en el primer mundo). Otros insisten en la senadora Kamala Harris, cuya principal ventaja es que, además de ser «centrista» y de haber abandonado a Sanders en el momento justo, es mujer y «de color» (o sea no «blanca»). Lo único que queda claro es que Biden ya ha dicho, varias veces, que elegirá una mujer para acompañarlo en la campaña, y que nombrará a lo que sería la primera mujer negra a la Corte Suprema. Dados los antecedentes de la republicana Sarah Palin como candidata a vicepresidente en la elección de 2008, de Hillary Clinton en 2016, y que George Bush padre nombró al afroamericano de ultraderecha Clarence Thomas como juez de la Corte Suprema, sus propuestas no necesariamente indican un «movimiento a la izquierda».
Mientras tanto Trump se ha lanzado a la lucha; esto suponiendo que alguna vez haya dejado de estar en campaña electoral. Su gran desventaja es que ha generado odios por doquier. Pero, al mismo tiempo, ha consolidado una base electoral que le es fiel sin importarle razones. ¿Y entonces, dónde quedan las encuestas? La realidad es que una encuesta es una foto de intenciones, y no un contrato. No solo los que fueron encuestados pueden variar de opinión, sino que también pueden no ir a emitir su voto. En 2016 las encuestas le daban a Hillary Clinton 6% por encima de Trump. En realidad, Clinton ganó el voto popular sacando 2% más que Trump, pero perdió en el Colegio Electoral 227 a 304. Por eso Josh Schwerin, estratega de Priorities USA, uno de los principales grupos que apoyan la campaña de Biden declaró: «Los datos recientes estan a favor nuestro, pero nuestra expectativa es que la elección va a ser muy ajustada». Las elecciones norteamericanas son mucho más complicadas y bizantinas de lo que parecen.