por Pablo Pozzi
Ya pasó el 3 de noviembre y la batalla electoral norteamericana ha dado lugar a la guerra de acusaciones y de forcejeos judiciales entre abogados. La misma noche de la elección Donald Trump dijo que había ganado, pero estaban tratando de robarle la elección por medio de fraudes generalizados. Al día siguiente, Joe Biden devolvió el golpe cuando señaló que él «sabía» que tenía los votos electorales necesarios para ser presidente. De inmediato los respectivos equipos de abogados se lanzaron a solicitar recuentos de votos (los Republicanos) o a demandar que «se cuente hasta el último voto» (los Demócratas). En ambos casos es gracioso ya que trataron por todos los medios de definir quién votaba y cómo antes de la elección. Digamos es como dos ladrones acusando al otro de robar.
Los grandes medios, como el New York Times y el Washington Post, de inmediato pasaron a insistir que las acusaciones de Trump eran falsas. La BBC y el Financial Times de Londres se hicieron eco. El submundo de analistas políticos se rió de Trump, y Jaime Durán Barba, el inefable «asesor electoral» de cuanto pirata hay en América Latina, pontificó que «es imposible cometer fraude en el sistema electoral norteamericano». Hasta la trumpista Fox News se permitió dudar de la veracidad de su candidato. Pero en las páginas interiores de los diarios había artículos que por lo menos daban cierto pie a lo que decía Trump. Por ejemplo, mientras el Washington Post, en su portada del día 5 insistía que el presidente no tenía pruebas de fraude, adentro un articulito informaba que el funcionario electoral del municipio de Willow, una zona muy trumpista en Wisconsin, había desaparecido con las urnas. Supuestamente, Biden ganó Wisconsin por 20 mil votos. Otro artículo informaba que debido a un «error de informática» habían reportado el triunfo de Biden en Arizona cuando en realidad aún faltaba contabilizar 20% de los votos emitidos, y solo le llevaba 60 mil votos a Trump. Twitter censuró varios posts que denunciaban irregularidades a favor de Biden. Por ejemplo, un post de un tal Sean Davis que, durante la noche del 4, en Michigan, denunció que habían aparecido «138 339 votos, todos para Biden».
Los abogados de Trump, encabezados por Rudolph Giuliani, presentaron varias demandas solicitando que se permitiera el ingreso de sus «observadores» para controlar el conteo de votos. A pesar de las decisiones judiciales favorables, en Pennsylvania los observadores fueron impedidos de acceder a menos de 20 metros de los funcionarios contando los votos. Se pueden ver las fotos de los observadores tratando de ver los votos con binoculares. También se puede constatar que los funcionarios electorales de repente deciden cubrir el lugar de conteo de votos con mamparas de madera. Y en Wisconsin Giuliani planteó que, una vez retirados los observadores, «a eso de las 4 am aparecieron 120 mil votos que fueron contabilizados». Alegaron también que en Michigan fueron empadronados miles de votantes el mismo día de la elección, mientras que en Detroit miles de votos en blanco o impugnados fueron contados para Biden, y el 72 % de las urnas tenían discrepancias entre votos emitidos y contados. La diferencia entre ambos en Michigan es de 130 mil votos. En Wisconsin se informó que habían votado 71 % de los ciudadanos en edad de votar; esto implicaba que el día de la votación se habrían empadronado 400 mil personas ya que el 30 % de los posibles electores no figuraban en el padrón electoral el 2 de noviembre. De hecho, una buena pregunta es: ¿cómo hicieron los republicanos para ganar diputados en Michigan, Minnesota, Nuevo Mexico y perder los estados en la presidencial?
La batalla es enconada, si bien parece casi seguro que Trump va a perder. Medios de comunicación y tribunales insisten en desestimar las denuncias trumpistas. Y Wall Street celebró los resultados con alzas en la Bolsa. Eso no quita cosas que por lo menos llaman la atención. El jueves 5, Trump iba delante de Biden en Pennsylvania por 10 puntos; el 6 por la tarde, iba detrás por una décima. Eso significaría que el 80% de los votos contados en esas 24 horas fueron todos para Biden. En Georgia ha pasado algo similar. En Michigan los condados que Trump ganó por más del 30% del voto en 2016, ahora los va perdiendo por el mismo guarismo. En los otros estados «indecisos» (Arizona, Carolina del Norte, Wisconsin y Nevada), Biden iba ganando el viernes 6 a la noche por apenas décimas. En Alaska, en cambio, Trump le llevaba 30 puntos al demócrata. De ahí que Giuliani haya solicitado el recuento de votos, y que se detenga el conteo de los votos por correo hasta poder certificar si cumplen los requisitos electorales, sobre todo porque están contabilizando votos que llegan sin sello postal y sin cotejar las firmas de los votantes.
Ahora supongamos que todo lo que plantean Trump y Giuliani es falso, producto de dos resentidos que rehúsan aceptar la derrota. Si no tienen fundamento, ¿por qué la justicia no lo investiga y lo demuestra? En realidad, lo que ha ocurrido hasta ahora es que se han desestimado sus denuncias, incluyendo varias de mucha seriedad institucional, como por ejemplo todos los obstáculos puestos a que los observadores trumpistas puedan controlar el conteo de votos. Las irregularidades son múltiples y la justicia no va a dar lugar a las denuncias de Trump, ni siquiera para investigarlas. Más aun, medios y políticos insisten que Trump está debilitando el sistema democrático. Ante este escenario complejo la pregunta es si los sectores dominantes ya decidieron que gane Biden a como dé lugar. ¿Lo aceptará Trump? Más importante, ¿lo aceptarán los trumpistas? Mi sensación es que los trumpistas se van a movilizar cada vez más, aun si Trump cede a las presiones y acepta la derrota. No sería la primera vez que algo así ocurre: Ross Perot abandonó la campaña en 1992; Al Gore acató la decisión judicial que le robó la elección de 2000.
Por supuesto, la gran pregunta no es solo si los sectores dominantes le bajaron el pulgar a Trump, si no por qué. Y que le bajaron el pulgar debería quedarnos más que claro: así lo indica la extraña unanimidad de los medios de comunicación, de la clase política, de la intelectualidad, de los grandes empresarios. Y también lo que me dicen muchos amigos norteamericanos: que no me doy cuenta de lo peligroso que es «el fascista» Trump por lo que estoy dispuesto a tomar lo que dice con cierta seriedad y no como los delirios de un megalómano. De hecho, Noam Chomsky lo tildó «el hombre más peligroso del planeta». Digamos que no es poco mérito, sobre todo después de Obama (el presidente drone que financió a los nazis en Ucrania y fomentó golpes de estado de ultraderecha en el mundo), George W. Bush (el de las guerras de Iraq y Afganistán), Bill Clinton (el de la Guerra de los Balcanes), de Ronald Reagan (el del Eje del Mal), o JF Kennedy (el de la Cris is de los Misiles y Playa Girón) y tantos otros. O quizás Chomsky es un pálido reflejo del gran intelectual que fue. En realidad, no es que Trump sea bueno, o que sea lo mismo que Biden. Ambos son malos; uno porque es un racista misógino, el otro que, además de hostigador sexual y corrupto, representa un retorno a las políticas de Obama o sea las que hicieron el gran salvataje de Wall Street (y no de la gente común), la que destruyó Libia, invadió Siria, apoyó a los turcos, militarizó la frontera con Rusia, inventó los golpes parlamentarios. Trump, como mercado internista que es y como proponente de America First, retiró algunas tropas de Siria y Afganistán, buscó la distensión con Rusia y Corea del Norte (mientras le hacía la guerra comercial a China); todo mientras avalaba las peores tendencias racistas y misóginas de la cultura norteamericana. Trump apoyó a la policía en el caso de George Floyd… pero Biden hizo lo mismo. Pero la política de Trump y los sectores que lo apoyan y representa no son los del establishment. Si bien es multimillonario, Trump nunca fue parte de los círculos de poder, y su campaña política es como un outsider que critica precisamente a ese establishment político de Washington. Claramente, para los sectores de poder, es mejor que un tipo como Sanders, pero en un momento de crisis y pandemia no se pueden permitir a alguien en la Casa Blanca que no controlen directamente. Y Estados Unidos no es una democracia, es una oligarquía. En la elección de 2000 los miembros del bloque de diputados afronorteamericanos se fueron parando de a uno en el Congreso solicitando que un senador los acompañara en impugnar la elección de Florida y el resultado que daba a Bush como ganador a pesar de numerosas irregularidades. No consiguieron ni un solo senador que aceptara firmar el pedido de investigación. Igual que hoy el establishment ya había decidido el ganador.
¿Quiénes son los grandes perdedores? Primero los encuestadores que erraron sus pronósticos ya que varios insistían que habría una gran oleada de triunfos demócratas. Segundo, los mismos demócratas, ya que los republicanos aumentaron su presencia en el senado y en la cámara, y en los gobiernos estaduales. Hasta el 6 a la noche, los republicanos iban ganando 49 senadores a 48; aumentaron sus diputados en 5 mientras que los demócratas perdieron 4; y ganaron un estado nuevo (Montana) con lo que controlan 27 de las 50 gobernaciones estaduales. Pero el gran perdedor de la noche fue la legitimidad del sistema electoral norteamericano. Gane quien gane, los partidarios del perdedor estarán convencidos que les robaron la elección. Y lo más probable es que tengan razón.
No estoy de acuerdo con lo de sanders. Creo que representa a una clase media a punto de ser desclasada justamente por los que tienen el poder. Creo que no gano la interna porque no era garantia de triunfo frente a la maquinaria de tramps