por Tim Shorrock*
En los meses previos a que el presidente Bush ordenara la invasión a Irak, miles de gremialistas participaron en manifestaciones masivas que colmaron las calles de Estados Unidos. El número de manifestantes aumentó cuando la Federación Norteamericana del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO), por primera vez en su historia, cuestionó abiertamente la decisión de los Estados Unidos de entrar en guerra y acusó a las políticas unilaterales de Bush de “haber desperdiciado” la solidaridad mundial de la que EE.UU. gozaba luego del 11 de septiembre de 2001. Una vez que comenzó la invasión, el presidente de la AFL-CIO, John Sweeney, marcó un cambio en su posición anti-bélica, y declaró que la federación “apoyaría totalmente” los objetivos bélicos de Bush. No obstante, también reconoció el derecho de “las personas con sentido común y buena fe” de expresar su oposición. Esos acontecimientos, junto con el respetuoso reconocimiento por parte de Sweeney de las divisiones entre sus afiliados, marcaron un hito en la historia sindical de los Estados Unidos y podrían servir como el cierre que se debería haber puesto a otro 11 de septiembre —de treinta años atrás— que aún hoy despierta debates acalorados sobre la función sindical en la política nacional de relaciones exteriores.
Aquel 11 de septiembre, de 1973, fue el día en que el presidente chileno Salvador Allende fue derrocado por un sangriento golpe militar que puso fin a un breve experimento de socialismo democrático, y que causó la muerte de Allende y de miles de trabajadores, estudiantes y activistas políticos chilenos. Hoy, muchos gremialistas continúan obsesionados con la idea de que su federación, la AFL-CIO, desempeñó un importante papel en la campaña estadounidense, conducida por el gobierno de Nixon y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), para desestabilizar a Chile durante los años previos al golpe de estado. Desde 1971 hasta 1973, el Instituto Norteamericano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (AIFLD) de la AFL-CIO —uno de los cuatro institutos sindicales subvencionados por el gobierno de los Estados Unidos y creados durante la guerra fría— aportó millones de dólares a sindicatos y partidos políticos derechistas que se oponían al programa socialista de Allende. Esa ayuda contribuyó a financiar el levantamiento de la clase profesional chilena y avivó el fuego del malestar social que le sirvió al General Augusto Pinochet como pretexto para sus medidas violentas y como justificación de la dictadura que ejerció durante diecisiete años.
Según los documentos que descubrí en los archivos de la AFL-CIO, el programa del AIFLD para Chile estaba rigurosamente coordinado con la Embajada de Estados Unidos y se ajustaba a la perfección a uno de los objetivos clave de la CIA en Chile: dividir al movimiento obrero chileno y crear una base gremial de oposición a Allende, quien era considerado un anti-estadounidense peligroso y un títere de la Unión Soviética. El programa político de la campaña se resumía en un cable que se encontró en los archivos, enviado en 1972 por Robert O’Neill —representante en Chile de la AIFLD— a la oficina central de la AFL-CIO en Washington. Según manifestaba O’Neill con orgullo a sus superiores, Chile se había convertido en escenario del “primer movimiento de clase media de gran escala en contra de las tentativas del gobierno de imponer, lenta pero inexorablemente, un sistema marxista-leninista”.
A lo largo de los últimos dos años, una coalición de militantes gremialistas de la costa oeste ha intentado utilizar esos archivos para encender una discusión sobre el pasado de la AFL-CIO durante la guerra fría, en la que el AIFLD y los institutos filiales de Asia, África y Europa Occidental sirvieron de punta de lanza en las guerras de los Estados Unidos contra el comunismo y los movimientos de liberación izquierdista. Los activistas opinan que la actuación del AIFLD en Chile, Brasil y otros países desacreditan el nombre de la AFL-CIO entre las mismas personas a quienes los gremios estadounidenses han acudido los últimos años para crear un movimiento a favor de la paz y la justicia económica.
Los interrogantes sobre el pasado se mezclan con las preocupaciones por las actividades presentes de la AFL-CIO en el exterior, por ejemplo, el apoyo financiero otorgado a la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), que está aliada a la elite empresarial venezolana en una dura campaña para derrocar el gobierno izquierdista del presidente Hugo Chávez. Inicialmente, el programa de la AFL-CIO en Venezuela estuvo financiado por un subsidio de ciento cincuenta mil dólares provenientes del Fondo Nacional para la Democracia (NED), que fue creado por el Congreso para apoyar a los movimientos democráticos a favor de los Estados Unidos en el exterior y salió a la luz la primavera pasada, poco después de que Chávez fuese alejado del poder por un breve lapso al ser derrocado por un golpe de estado militar respaldado, en un principio, por el gobierno de Bush. Para unos pocos críticos, el episodio fue similar a lo vivido durante los días intervencionistas del pasado, comparación que la AFL-CIO negó rotundamente.
En respuesta a ello, los consejos sindicales de la costa oeste vienen presionando a los dirigentes de la AFL-CIO para que “blanqueen” el pasado y fijen el rumbo futuro permitiendo el acceso total a los archivos —incluso a los elementos de la era de Reagan que todavía están prohibidos para los investigadores— y creen una comisión de la verdad que analice y haga públicos los contenidos. Las resoluciones más fuertes —aprobadas en el año 2000 por los consejos sindicales de San Francisco y South Bay (en California) y en el año 2001 por la AFL-CIO del estado de Washington— pedían que la federación “repudiase” los actos cometidos en Chile y en todo lugar en nombre del sindicalismo, y que permitiese a gremialistas e investigadores independientes elaborar un informe completo sobre los hechos del pasado. En julio de 2002, la Federación del Trabajo de California, con el respaldo de sus dos millones de miembros, apoyó este intento con una resolución que instaba a la AFL-CIO a entablar un diálogo acerca de sus actividades de relaciones exteriores financiadas por el gobierno —pasadas y presentes— y a “ratificar una política genuina de solidaridad mundial en pos de la justicia social y económica”.
En última instancia, los activistas de la costa oeste quieren obligar a la AFL-CIO a marcar claramente el límite entre las políticas de guerra fría de George Meany y Lane Kirkland y las nuevas directivas de política exterior que la federación ha comenzado a trazar a través de su oposición a la guerra de Irak y al programa económico de Bush de claro apoyo a las empresas. “Para contrarrestar la globalización empresarial, necesitamos la globalización sindical”, manifestó Fred Hirsch, vicepresidente de la filial 393 de Plomeros e Instaladores de San José, quien jugó un papel decisivo cuando se presentó ante la federación de California la resolución de “blanquear”. “Pero no podemos emprender un camino de verdadera solidaridad, ni seremos confiables para los sindicatos del exterior, si no reconocemos el pasado y nos separamos completamente de esos hechos y del apoyo financiero del gobierno que nos convirtieron en un títere de la política exterior de los Estados Unidos.” No obstante, ya pasaron diez meses desde la resolución de California, y Sweeney todavía no puso fecha para una reunión formal con la federación estatal.
Sweeny fue electo presidente de la AFL-CIO en 1995 gracias al apoyo de una amplia coalición de dirigentes sindicales, quienes se separaron de Kirkland por asuntos relacionados con la política exterior —en particular, el apoyo que brindó el AIFLD a la política estadounidense en América Central— porque creían que el anti-comunismo beligerante de la vieja guardia se había vuelto un anacronismo peligroso. Luego de asumir como presidente, Sweeney reagrupó los cuatro institutos sindicales de política exterior en una sola organización, el Centro Norteamericano para la Solidaridad Sindical Internacional (ACILS), y obligó a pasar a retiro a varios miembros de la AFL-CIO, de los más recalcitrantes luchadores durante la guerra fría. El nuevo centro redefinió su misión, y se centró en la solidaridad mundial y en el derecho de asociación. El ACILS reafirma que en Venezuela, el aporte del gobierno norteamericano ha ayudado a la CTV a construir una democracia popular y a proteger la libertad sindical.
Barbara Shailor, directora de asuntos internacionales de la AFL-CIO, manifestó a The Nation que la federación ansía iniciar conversaciones con los sindicatos de California. “No vamos a eludir las preguntas sobre el pasado, pero realmente vamos a concentrarnos en lo que estamos haciendo ahora: organizando la oposición al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y respondiendo a la desaparición del control de las corporaciones”, expresó Shailor. Sin embargo, no hizo comentarios sobre las actividades o las políticas de los antecesores de Sweeney. Tampoco habló —ni lo hizo ninguno de los miembros de su personal— sobre el contenido de los archivos internacionales de la AFL-CIO, que están guardados, junto con otros miles de documentos de distintos departamentos de la federación, en el Centro George Meany para Estudios Sindicales de Silver Spring, Maryland.
Según las reglas que rigen los archivos, los documentos sólo pueden darse a conocer a los veinte años de haber sido creados, lo que significa que los documentos más actuales —considerando el tiempo que el personal ocupa para procesarlos— datan del final de la década del setenta. El material acerca de las actividades controvertidas de la AFL-CIO durante la década del ochenta —por ejemplo, el apoyo del AIFLD a los “contras” de Nicaragua y la colaboración sindical con las contra-sublevaciones en El Salvador y las Filipinas apoyadas por EE.UU.— continúa reservado bajo el régimen de los veinte años. Cuando le pregunté a Shailor si la federación consideraría la posibilidad de acelerar el libre acceso a ese material o de solicitar a los organismos norteamericanos que financiaron a los institutos los documentos reservados para presentar la historia completa de la guerra fría de los sindicatos, ella derivó la consulta a Michael Merrill, director de los archivos. Merrill declaró que no existe “una política uniforme sobre lo que se debe hacer cuando alguien quiere abrir los archivos antes de tiempo”. Y agregó que cualquier solicitud para que se acorte el período actual de espera de veinte años debería ser aprobada por la plana mayor de la AFL-CIO.
Durante el año pasado, leí cientos de páginas de documentos recién liberados. Luego de revisar cartas, documentación sobre políticas, memos, recortes de diarios y cables diplomáticos que habían pasado a ser de libre acceso en los archivos, es inevitable concluir que, en algunos casos flagrantes, la AFL-CIO y sus institutos actuaron como siervos del Pentágono y de las empresas multinacionales de Estados Unidos cuando impusieron su voluntad a los aliados norteamericanos y a los países en vías de desarrollo. El caso más evidente fue el de Chile.
Colaboración en Chile
Salvador Allende fue electo presidente de Chile en septiembre de 1970, y su gobierno de la Unidad Popular asumió en noviembre. Aproximadamente en esa época, un grupo secreto perteneciente al gobierno de Nixon ordenó a la CIA que organizara una campaña de desestabilización y sabotaje ideada (en las inolvidables palabras de Nixon) para “que la economía ponga el grito en el cielo”. Los archivos no contienen evidencias que relacionen directamente al AIFLD con la CIA, pero sí confirman que el programa de la AFL-CIO sincronizaba muy bien con el plan de la CIA para generar malestar social provocando divisiones dentro del movimiento sindical y financiando a organizaciones de clase media y profesionales —conocidas como gremios— que lideraban la oposición al programa populista de Allende.
El principal objetivo del AIFLD era la Central Única de Trabajadores (CUT), el mayor sindicato chileno, que contaba con un millón de afiliados. Durante el gobierno de Allende, la CUT estuvo liderada por Luis Figueroa, un comunista a quien Allende nombró Ministro de Trabajo en 1972. La campaña para dividir a la CUT comenzó seriamente en la primavera de 1971, luego de que Allende hubiese fortalecido su coalición de gobierno en las elecciones municipales. A modo de respuesta, y luego de consultar a diplomáticos norteamericanos y a la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID), el AIFLD se puso más firme en su intención de expandir la influencia de Estados Unidos dentro de la CUT. Este cambio se produjo “con el total apoyo de la embajada y la AID” y consistió en “entablar un diálogo con los sindicatos no comunistas partidarios de Allende”, explicó Jesse Friedman, director regional de Sudamérica del AIFLD, a Andrew McLellan, director de asuntos interamericanos de la AFL-CIO. Friedman escribió que, como parte del plan, el AIFLD habría invitado a Washington a “líderes influyentes” de algunos sindicatos elegidos para mostrarles “que los habían inducido a formarse un concepto equivocado de los Estados Unidos”.
Robert O’Neill, representante del AIFLD en Santiago, se mostró optimista y señaló que la visita a EE.UU. de gremialistas chilenos era la única manera en que los aliados del AIFLD “puedan crecer y, con el tiempo, manejar el movimiento sindical”. (Bastardillas del autor). O’Neill instó a otros sindicatos norteamericanos a que participen, porque un “esfuerzo redoblado incrementaría el malestar”. En otro cable, expuso un plan ambicioso para convencer a los trabajadores de industrias estratégicas petroleras, marítimas, de aerolíneas, bancarias y del cobre, de que, “en una primera instancia, formasen un bloque dentro de la CUT para defender su posición y para que, tarde o temprano, fuesen motivo de ruptura de ese sindicato”. No obstante, O’Neill se apresuró a decir que “sin dudas y desafortunadamente, la mayoría de los trabajadores chilenos agremiados siguen apoyando al liderazgo marxista, al menos en las elecciones sindicales”.
Para entonces, el gobierno de Nixon —que trabajaba encubiertamente con ITT, Kennecott Copper y otras multinacionales norteamericanas— estaba inmerso en su campaña destinada a debilitar la economía de Chile y castigar a Allende por haber nacionalizado industrias en las que algunas empresas de EE.UU. tenían una participación muy importante. En noviembre de 1972, O’Neill le comentó a McLellan que un líder de la CUT se le había acercado para presentarle un plan con la intención de unificar “el apoyo de los sindicatos contra las empresas multinacionales como Kennecott”. O’Neill le respondió al dirigente que “sin dudas, el movimiento estaría dominado por los comunistas y, por ese motivo, no estaba seguro de que la AFL-CIO adoptase una postura en contra de Kennecott públicamente”. (Nunca la adoptó).
El AIFLD no consiguió hacer ningún avance en la CUT ni ganar aliados entre los sindicatos que estaban de huelga en contra de las empresas estatales, entre ellos los trabajadores de las minas de cobre, quienes sorprendieron al AIFLD al declararse en huelga en 1973 a pesar del liderazgo de los comunistas que apoyaban al gobierno de Allende. Fue así que la estrategia del AIFLD empezó a concentrarse en los crecientes movimientos derechistas y los gremios. Los archivos muestran que uno de los aliados del AIFLD era el Partido Nacional, el conocido grupo político derechista que apoyó abiertamente el golpe de estado de Pinochet de 1973. En octubre de 1972, O’Neill propuso usar los fondos de la AID para enviar a Washington al director del departamento sindical del Partido Nacional. “No es sindicalista en el sentido riguroso de la palabra porque es un profesional, pero sí tiene influencia dentro de la estructura del partido”, comentó O’Neill.
En el otoño de 1973, una serie de huelgas de camioneros, médicos y comerciantes paralizó a Chile y le dio a Pinochet la excusa para lanzar el golpe de estado. Las huelgas, financiadas parcialmente por la CIA, no sorprendieron a la AFL-CIO: el último documento de los archivos de Chile previo al golpe, de fecha 22 de mayo de 1973, demuestra que por lo menos dos dirigentes de alto rango en la AFL-CIO tenían conocimiento previo de los paros. Los sindicatos de camioneros y colectiveros “están planeando huelgas conjuntas” para “principios del otoño de 1973”, escribió McLellan a Jay Lovestone, el comunista apóstata que presidía el departamento de asuntos internacionales de la AFL-CIO.
No obstante, Pinochet veía a todos los sindicatos —no sólo a los de tendencia izquierdista— como enemigos. Uno de los primeros actos luego de haber tomado el poder fue el de proscribir a la CUT. En los meses subsiguientes al 11 de septiembre, se hizo una redada de cientos de sindicalistas, incluso algunos que habían trabajado con el AIFLD; a muchos nunca se los volvió a ver. Figueroa logró llegar a la Embajada de Suecia, donde sufrió una crisis nerviosa durante el mes que estuvo asilado. En una entrevista de 1975 realizada en México, donde falleció varios años después, acusó al AIFLD de “trece años de espionaje social masivo”.
La importancia de los documentos de la AFL-CIO se hace evidente en el informe de 1975 del Comité de Inteligencia del Senado sobre las actividades de la CIA en Chile. El comité manifestó que “las actividades ‘normales’ de la sede de la CIA en Santiago” incluían “campañas de oposición a la influencia comunista e izquierdista en las organizaciones sindicales, estudiantiles y de campesinos”, el uso de “propaganda ‘negra’ para sembrar la discordia entre comunistas y socialistas, como también entre la confederación sindical chilena y el Partido Comunista chileno”, y “la lucha contra (la CUT) dominada por los comunistas”. En su última emisión de radio para el pueblo chileno que realizó desde el sitiado palacio presidencial, Allende agradeció a “los patriotas chilenos que, unos días atrás, continuaban luchando contra la rebelión dirigida por las asociaciones profesionales, es decir, los gremios clasistas que intentaban conservar las ventajas que la sociedad capitalista otorgaba a algunos de ellos”. Más tarde, en conversaciones con Hirsch y otros, la viuda de Allende identificó a O’Neill —el hombre del AIFLD en Santiago— como el agente “número uno” de la inteligencia norteamericana en Chile.
En los archivos, el expediente de Chile correspondiente al año del golpe es increíblemente breve, como lo son los expedientes de Brasil que corresponden a la etapa posterior al golpe militar de 1964, en el que el AIFLD estuvo muy implicado. Cuando se le pidió una explicación a Merrill, director del archivo, éste dijo: “Parece que se repetía un patrón de gente revisando y sacando cosas”.
Uno de los datos más lamentables sobre los expedientes de Chile es que no existe ninguna declaración que condene al golpe de Pinochet. La indiferencia de la AFL-CIO se hace notoria en la respuesta de Meany a un telegrama del 3 de octubre de 1973 enviado por Patrick Gorman, en ese entonces presidente del Sindicato Internacional de Carniceros Integrados, en el que le suplicaba que protestara por la ejecución todavía sin resolver de Luis Corvalán, uno de los principales comunistas de Chile y miembro destacado de la CUT. “Con el actual progreso reaccionario del mundo, un dirigente sindical de Chile podría ser dirigente sindical de Estados Unidos mañana”, escribió Gorman. Pero Meany pasó por alto el mensaje: en la parte superior del cable habría una nota manuscrita de Ernest Lee, su yerno y director de asuntos internacionales, que decía “No se responde”.
En agosto de 1974, cuando se hizo evidente que Pinochet estaba empeñado en destruir cualquier parecido con la democracia en Chile, el consejo ejecutivo de la AFL-CIO finalmente hizo público un comunicado. “Los sindicalistas libres no lamentaron el fin de un régimen marxista en Chile que condujo a la nación a la ruina política, social y económica”, manifestó el comité. “Pero los sindicalistas libres no pueden aprobar la actuación autocrática de este gobernante militarista y opresor”. Para los trabajadores chilenos, eso fue muy poco, y demasiado tarde.
Encubrimiento de Corea del Sur
Desde 1961 hasta 1979, Corea del Sur estuvo conducida por Park Chung Hee, un ex general cuya máxima prioridad fue el desarrollo económico, y quien creó un estado policial famoso por la tortura y las sentencias a largos períodos de prisión. En algunos casos, la represión más extrema fue dirigida a los sindicatos, a los que Park veía como un peligro para el crecimiento económico y la seguridad nacional. El único sindicato legal, la Federación de Sindicatos de Corea (FKTU), se encontraba bajo un riguroso dominio del gobierno y estaba totalmente infiltrado por la CIA coreana (KCIA). La situación era tan adversa que, en 1970, un joven obrero de Seúl se suicidó violentamente en protesta por las condiciones laborales en la industria de la indumentaria, hecho que los activistas coreanos señalan como el comienzo de su movimiento sindical moderno.
Pese a su promesa de no apoyar jamás a sindicatos dominados por el gobierno, la AFL-CIO financió y apoyó a la FKTU desde 1971 hasta fines de la década del ochenta, con pleno conocimiento de la infiltración del gobierno en esa federación. En 1971, Jack Muth, director regional del Instituto de Sindicalismo Libre Asiático-norteamericano (AAFLI), escribió un informe para su jefe, Morris Paladino, director ejecutivo del AAFLI, sobre una visita a Seúl. “Ciertamente, la Misión (de la embajada) de Estados Unidos es consciente de que el gobierno coreano vigila de cerca las actividades de los sindicatos”, escribió Muth. “Incluso durante nuestra visita, nos presentaron a dos agentes de la CIA coreana que en esos momentos asistían a los seminarios políticos de la FKTU; se los presentaba abiertamente como agentes de la CIA”. (La ineficacia de la FKTU se ve resaltada en un estudio realizado por la CIA sobre Corea del Sur en 1979, que obtuve el año pasado bajo el régimen de la Ley de Libertad de Información. “Las actividades sindicales están restringidas por ley”, informó la CIA. “Muchos dirigentes sindicales no consiguen ganar credibilidad entre los obreros porque suelen ser corruptos o han sido puestos allí por los empresarios o por el gobierno”).
A fines de la década del setenta, las organizaciones religiosas y de derechos humanos de EE.UU. comenzaron a denunciar el terrible maltrato hacia los obreros de Corea del Sur. En particular, su preocupación se centraba en la brutalidad con que se trataba a jóvenes obreras de la industria textil y de la indumentaria, y la falta de reacción por parte de la FKTU. Una AFL-CIO preocupada verdaderamente por los derechos de los trabajadores se hubiese comprometido con esa tarea y hubiese denunciado la represión en Corea del Sur o endurecido su relación con la FKTU. En cambio, los archivos muestran que Paladino pasó gran parte de su tiempo recriminando la participación de las iglesias en los asuntos laborales de Corea. Por ejemplo, en la reunión de directivos del AAFLI de 1978, se quejó amargamente de los activistas religiosos coreanos que habían llegado a Washington para protestar “contra la FKTU, y afirman que las trabajadoras de Corea del Sur son víctimas de un serio abuso por parte de sus empleadores y del gobierno, y no cuentan con la representación debida de los sindicatos de la FKTU”. Sus acusaciones, se inquietó Paladino, habían desatado cuestionamientos de los obreros textiles norteamericanos y el UAW (sindicato internacional de trabajadores de la industria automotriz, aeroespacial y de implementos agrícolas).
En la siguiente reunión de directivos, realizada en 1979, Paladino arremetió contra la Misión Industrial Urbana, el único grupo religioso de Seúl dispuesto a brindar apoyo a los jóvenes obreros que luchaban por sus derechos. Financiada por el Consejo Mundial de Iglesias, la misión tenía sede en un área industrial de Seúl que constituía un lugar seguro en el que los empleados de fábricas coreanas podían analizar las condiciones laborales sin ser espiados por la policía, aprender aptitudes básicas para la organización y conectarse con la resistencia —mayoritariamente clandestina— a la dictadura de Park. No obstante, Paladino estaba indignado porque las campañas de la misión habían “tenido como consecuencia la difusión en EE.UU. y Europa de información sesgada y parcial” sobre Corea del Sur y la FKTU. A modo de respuesta, manifestó a los directivos que el AAFLI “intentó aclarar las cosas y suministrar información de los hechos a los afiliados norteamericanos de la AFL-CIO cada vez que se la solicitó”. Al parecer, el objetivo de Paladino era encubrir la imagen de una de las dictaduras más crueles de Asia.
En octubre de 1979, Park fue asesinado por el director de la CIA coreana durante un levantamiento de estudiantes y obreros en la ciudad de Pusan. El sucesor de Park, Chun Doo Hwan, tomó medidas aún más drásticas contra el sindicalismo: declaró ilegales a todos los sindicatos industriales y envió a prisión a cientos de activistas sindicales y de la iglesia. En 1981, durante la visita de Paladino a Seúl, un grupo de obreros de la indumentaria tomó la oficina del AAFLI de esa ciudad en protesta por la negativa de Paladino a reunirse con el sindicato ilegal. La policía intervino, y un gran número de obreros resultó herido en la contienda que se desató. En una entrevista que realicé en 1986 para The Nation, Paladino atribuyó la violencia a los “diferentes criterios étnicos” de los coreanos.
En 1986, cuando terminó el dominio militar, los obreros industriales organizaron la Confederación Coreana de Sindicatos (KCTU) como una variante de la FKTU; no fue reconocida oficialmente por la AFL-CIO sino hasta 1997. “Muchos coreanos conocen la verdad sobre la relación del AAFLI y la FKTU con la KCIA”, me dijo durante una reciente visita a Washington Kwon Young Gil, candidato por un tercer partido en las últimas elecciones presidenciales de Corea del Sur y primer presidente de la KCTU. “Es importante que los sindicalistas norteamericanos reconozcan esos hechos para que podamos avanzar y construir una mejor relación en el futuro”.
La resistencia en Okinawa
Durante la guerra de Indochina, el ejército de EE.UU. utilizó las bases militares norteamericanas de la isla de Okinawa para almacenar allí armas nucleares y lanzar ataques aéreos sobre Vietnam con bombarderos B-52. Esto enfureció a los habitantes de Okinawa así como también a muchos japoneses, y desencadenó el malestar político que llevó a que Okinawa fuese restituido al dominio japonés en 1972. Pero en 1967 y nuevamente en 1969, las tensiones sindicales en Okinawa se desbordaron: primero, luego de que el sindicato de trabajadores de una base militar —conocido como Zengunro— convocó a un paro general en protesta por la participación de Okinawa en la guerra, y luego, cuando un nuevo código sindical impuesto por Washington prohibió las huelgas en las bases militares norteamericanas y amenazó a los huelguistas con castigos severos. La AFL-CIO participó directamente en la represión a la resistencia de Okinawa.
En abril de 1967, F.T. Unger —Alto Comisionado del ejército de EE.UU. en Okinawa— escribió una carta a Meany en la que le informaba que Zengunro “cambió considerablemente su postura” para apoyar “al movimiento opositor de restitución del poder”. Le pedía a Meany que enviara a Okinawa algún funcionario de la AFL-CIO porque “los dirigentes de Zangunro necesitan una mano firme y a la vez tranquilizadora que los proteja de los fanáticos”. Un año después, el representante de Meany en Okinawa advirtió a su jefe del peligro que corrían los intereses norteamericanos ante la elección como presidente de Okinawa de un dirigente destacado del movimiento de restitución, quien también era miembro del sindicato local de docentes. Los izquierdistas japoneses, se quejó, proclamaban la elección como “un mandato para la restitución inmediata e incondicional, la eliminación de todas las bases militares norteamericanas y la derogación final del Tratado de Seguridad Mutua Japonés-estadounidense en 1970”, novedades que para la AFL-CIO resultaban anatema.
El paro general que tuvo lugar en febrero de 1969 enfureció a Meany y sus colaboradores, en particular porque estuvo apoyado por Domei, la federación sindical japonesa de tendencia conservadora alineada con la AFL-CIO. En una nota que envió a Meany, Ernest Lee —su director de asuntos internacionales— advirtió que la huelga era “principalmente en contra de la autoridad gubernamental norteamericana en la isla y de la política exterior de EE.UU.”, y que “podría afectar nuestra campaña de Vietnam y propiciar una ofensiva comunista en ese país”. Lee se puso furioso cuando se enteró de que Victor Reuther, director de asuntos internacionales del UAW y uno de los pocos dirigentes sindicales que desafió la política exterior de la AFL-CIO, apoyaba abiertamente a los trabajadores de la base de Okinawa. Lee le contó a su jefe que el telegrama de apoyo a Okinawa enviado por Reuther “es uno de los incentivos en que se apoyarán (los sindicalistas japoneses)” durante la huelga. Y agregó: “Creo que tanto el Departamento de Estado como el de Defensa deberían estar al tanto de ese cable”. El hecho de haber entregado al Pentágono a uno de los dirigentes sindicales más respetados del país ciertamente figura como un punto bajo en la historia de la AFL-CIO.
Venezuela y más allá
Desde que tomaron a su cargo los programas internacionales de la AFL-CIO en 1996, Shailor y su delegado para América Latina, Stan Gacek, trabajaron arduamente para transformar las relaciones con los sindicatos de todo el mundo. En el otoño pasado, Sweeney y Arturo Martínez —presidente de la CUT chilena— firmaron una declaración que instaba a sus gobiernos a incluir “obligaciones de cumplimiento forzoso” sobre los derechos de los trabajadores en cualquier acuerdo de libre comercio, y rechazaba que se impusiera el sistema de seguridad social privatizado de Chile “a los trabajadores norteamericanos”. (Irónicamente, ese pacto ahora corre peligro porque EE.UU. repudió la negativa de Chile de pronunciarse a favor de Bush durante el debate de la ONU sobre Irak). Además, una delegación de consejeros de tres sindicatos norteamericanos usó recientemente los fondos del ACILS para viajar a Corea del Sur, donde intercambiaron ideas con sus pares de la KCTU. En una palabra, la solidaridad ha llegado a reemplazar a la intervención como piedra angular de la política exterior sindical.
La labor en el exterior de la AFL-CIO, sin embargo, conserva vínculos estrechos con el gobierno. El ACILS obtiene la mayor parte de sus fondos del presupuesto anual de dieciocho millones de dólares que provienen de la AID y del NED —financiado por el Congreso—, más unos fondos adicionales de instituciones privadas. La AID acaba de concertar un subsidio por cinco años para la ACILS de sesenta millones de dólares, y aportará otros nueve millones por año durante los próximos cinco años. Actualmente, la ACILS tiene programas en veintiocho países, en los que, según Tim Beaty, director adjunto de asuntos internacionales, los funcionarios trabajan junto con sindicalistas del país extranjero “para construir un movimiento sindical mejor” conectando sindicatos dentro de la misma industria y formando coaliciones con movimientos sociales. (El día de nuestra entrevista, Beaty estaba coordinando reuniones entre sindicatos norteamericanos y una delegación de activistas taiwaneses del medio ambiente que trataban de conseguir una indemnización de la RCA por la polución ocasionada por ellos en ese lugar antes de retirarse de allí en 1992). La prueba de que la AFL-CIO es independiente del gobierno, me comentó Gacek, “se ve en la práctica. Básicamente, ¿podemos seguir un programa que no esté vinculado a ningún otro interés geopolítico que no sea la solidaridad gremial internacional? Sin hacer alusiones al pasado, creo que sí, que es algo que hoy estamos haciendo”.
Pero la experiencia de la AFL-CIO con la CTV de Venezuela ilustra cómo a veces se vuelve confuso el límite entre la geopolítica y la solidaridad. La relación de la AFL-CIO con la CTV se remonta a la década del setenta, cuando los sindicatos venezolanos —a través de alianzas con el Partido Acción Democrática— participaron del gobierno centro-derechista durante muchos años. Los archivos demuestran que la AFL-CIO y la CTV trabajaron estrechamente durante esos años para aislar a Cuba y contrarrestar la influencia de los sindicatos de izquierda en Latinoamérica. Los gobiernos de EE.UU. y Venezuela utilizaron a las federaciones sindicales como canales extraoficiales en lo referente al petróleo. En una reunión con la CTV que se realizó en 1974, por ejemplo, la AFL-CIO señaló que “los acuerdos sobre el precio del petróleo de la OPEC y de Venezuela están destruyendo el equilibrio económico del mundo libre”. La CTV aseguró a Meany “que Venezuela es una fuente segura de suministro para los Estados Unidos. No somos el Medio Oriente. Somos parecidos. Nos vestimos igual. Tenemos los mismos sindicatos. Tenemos los mismos capitalistas y los mismos ejércitos. Cuando usted habla con nosotros, no es una conversación entre Kissinger y los jieques [sic], sino entre pares sindicalistas”.
En la actualidad, la CTV y la AFL-CIO continúan muy unidas, pese a que el presidente Chávez denunció a la CTV y a sus seguidores políticos acusándolos de formar parte de la oligarquía que pone frenos a sus intentos de redistribuir las riquezas petrolíferas del país. Para contraatacar a la CTV, Chávez alentó a que se organizara una federación gremial rival y se negó a reconocer los resultados de una elección de la CTV en la que ganó Carlos Ortega, ex dirigente de los trabajadores petroleros. A modo de respuesta, Ortega formó una alianza con Fedecámaras, la Cámara Venezolana de Comercio, con el propósito de derrocar al gobierno de Chávez.
En 2002, la alianza estuvo a punto de conseguir su propósito gracias a un paro general organizado por ellos que sirvió de pretexto para un breve golpe militar. Cuando el New York Times reveló que el NED había financiado a la oposición, la AFL-CIO se vio abrumada con preguntas sobre sus vínculos con la CTV. Inmediatamente, publicó entonces un extenso comunicado que condenaba al golpe y explicaba que la CTV utilizaba los fondos norteamericanos para luchar contra los intentos de Chávez de socavar los derechos sindicales. “No existen pruebas de que la CTV o sus dirigentes hayan sobrepasado las formas democráticas para expresar su descontento”, concluyó la AFL-CIO. Marcando un cambio significativo con respecto al pasado, agregó que los programas de Chávez, incluso “la reforma agraria y la ayuda a Cuba, son y deberían ser la preocupación exclusiva del pueblo y el gobierno de Venezuela”. Gacek sigue afirmando hoy que el apoyo del ACILS a la democracia interna dentro de la CTV incentivó a las fuerzas progresistas del movimiento sindical venezolano. “Colaboramos con un proceso que de hecho llevó a la dirigencia de la CTV un número mayor de izquierdistas, incluso algunos elementos que simpatizaban con la admirable retórica redistributiva del gobierno de Chávez”, manifestó Gacek.
Pero con un clima todavía muy tenso en Venezuela, continúan los interrogantes sobre la CTV y sus tácticas. Es sintomático, por ejemplo, que ciertos sindicatos estratégicos no chavistas del sector público, metalúrgico y petrolero no hayan apoyado a la CTV durante el paro general del año pasado. Un miembro de una reciente delegación de la Federación Internacional de Periodistas enviada a Venezuela con fines de investigación le escribió a Gacek, en el verano pasado, diciéndole que “la CTV había tenido una participación activa y directa en las conspiraciones ilegales que generaron el golpe de abril”. Gacek no aceptó ese análisis de los hechos, pero dejó claro que la AFL-CIO estaba intentando distender la situación. Él está trabajando con el nuevo gobierno brasileño y con un grupo sindical de “amigos de Venezuela” que se formó en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, Brasil, con el fin de “bajar la temperatura” en Caracas para lo cual se está negociando la amnistía para algunos de los 16.000 trabajadores petroleros despedidos que Chávez amenazó con enviar a prisión. (Ortega, que estaba en la lista de Chávez, hoy vive exiliado en Costa Rica). En términos generales, manifestó Gacek, la AFL-CIO quiere que Chávez respete el “estado de derecho democrático” y asegure que “no se usa la violencia ni la fuerza para imponer un cambio de régimen”. Usar los fondos sindicales para debilitar un gobierno extranjero, agregó convincentemente, “va contra mi forma de ser”.
Conclusiones finales
Actualmente, el movimiento sindical enfrenta innumerables problemas, desde los ataques de Bush a los sindicatos pasando por una economía decadente, hasta las secuelas de la guerra. Dada la política interna de la AFL-CIO —cuya unidad estuvo en peligro por la reciente partida del Sindicato de Carpinteros— es comprensible que Sweeney se muestre reticente a aceptar el movimiento de “blanquear”. Muchos de los sindicatos que más se identificaban con la política a favor de la guerra fría de la federación (como el de la construcción y la Federación Norteamericana de Docentes) lucharon implacablemente contra la elección de Sweeney. El mismo Sweeney y varios integrantes de su consejo ejecutivo fueron miembros directivos del AIFLD y los otros institutos, y probablemente se sentirían incómodos con una investigación minuciosa del pasado, al igual que el director ejecutivo del ACILS, Harry Kamberis, ex funcionario del Departamento de Relaciones Exteriores que ocupó altos cargos en el AAFLI durante la década del ochenta.
Entretanto, es posible que ciertos ideólogos de derecha estén buscando revivir sus antiguas alianzas sindicales con el propósito de popularizar en todo el mundo los objetivos norteamericanos de la guerra contra el terrorismo. Recientemente, Joshua Muravchik, especialista del Instituto de Empresas Norteamericanas, citó a Jay Lovestone e Irving Brown —padrinos de las actividades de la AFL-CIO en el exterior— como las estrellas de “la lucha de ideas que libramos en la guerra fría”. Esas batallas, señaló con franqueza, se libraron “en gran parte por los buenos oficios de la CIA”, pero ahora están siendo “abiertamente conducidas por las agencias norteamericanas de radio y televisión (y el) Fondo Nacional para la Democracia”.
Si bien es improbable que la AFL-CIO adhiera a esa campaña, estas presiones plantean serios interrogantes para los sindicatos. ¿Puede la AFL-CIO seguir trabajando con instituciones como el NED y la AID y aun así mantener su integridad en el exterior? Incluso en este clima político, si Collin Powell puede revelar —como lo hizo recientemente en Black Enterntainment Television— que el papel que desempeñó EE.UU. en el derrocamiento de Allende “no es una parte de la historia norteamericana que nos enorgullezca”, ¿podría John Sweeney decir finalmente lo mismo acerca del AIFLD?
“Creo que cada país y cada institución tiene derecho a tener su propia historia, particularmente en el caso del AIFLD, que fue financiado públicamente”, dijo Robert White, quien se desempeñó como embajador de EE.UU. en El Salvador durante uno de los peores momentos de represión en ese país, y ahora preside el Centro para la Política Internacional. Durante esos años, comentó White, el AIFLD “se convirtió totalmente en instrumento de la política exterior de Estados Unidos. Me parece que la gente tiene derecho a saber”. De hecho, satisfacer ese simple reclamo sería un factor muy importante para recuperar el prestigio mundial que tenían los sindicatos norteamericanos antes de la guerra fría, por haber sido los que inventaron el Día del Trabajador, los sindicatos y la jornada laboral de ocho horas.
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Nota:
* Traducción de María José Denápole.