por Pablo Pozzi
Fui a votar otra vez en las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). Al pedo, porque no decidían nada de nada, pero fui. En realidad, miento, porque decidían que aquellos que llegaran al mínimo de votos recibirían suculentos subsidios del gobierno (o sea de mi bolsillo) para poder seguir haciendo política. En síntesis, los cinco que «pasaron las PASO» reciben el dinero para seguir haciéndolo; los otros, en cambio, no reciben nada de nada y como no tienen recursos, seguirán sin recibirlos.
Todas las encuestas, los analistas, y hasta mis vecinos, suponían que al gobierno le iba a ir de más o menos a muy mal. Esa era una buena predicción para una sarta de funcionarios corruptos, ineficientes, mentirosos, y que se vienen dedicando (como corresponde) a seguir los dictados del gran capital. Bueno, nos equivocamos una vez más. Ganó Macri, hasta donde no esperaban que ganara. Perdí yo… ah y todos los ladrones que hacían como si fueran oposición, aunque en realidad todo lo que querían era mantener sus carguitos y prebendas.
Los Macri ganaron en 10 provincias. Arrasaron en Capital Federal, Santa Cruz, Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, San Luis, La Pampa, Jujuy, Neuquén. Y le fue bastante bien hasta donde perdieron (o sea perdieron por poco) como en Chaco, Santa Fe. Solo en provincias como La Rioja (gracias Menem), Rio Negro, San Juan, Formosa o Chubut tuvieron una derrota clara. Hasta en la provincia de Buenos Aires (38% del padrón electoral) tuvieron un «empate técnico» con los kirchneristas de 34% para cada uno. En realidad, ganó Macri, por pocos votos, pero ganó. Esto no solo porque la ley dice que la diferencia de un voto separa ganador de perdedor, sino porque el kirchnerismo se jugó todo lo que tenía allí y un empate equivale a una derrota contundente.
Más allá de que las PASO son una encuesta carísima que define poco y nada (sobre todo porque los diversos partidos se las arreglan para definir sus candidatos sin recurrir a elecciones internas, o sea rosquean igualito que siempre), ameritan una reflexión, aunque sea superficial. Lo primero es que después de dos años de inflación, desempleo, ganancias suculentas, y que mucho no haya cambiado desde que perdió Cristina en 2015, ¿cómo puede ser que Macri gane? ¿Por qué no hubo voto castigo? Más aun, ¿cómo aguantamos semejantes esperpentos en el gobierno? Y no digo que había que votar a los K, que son igualitos o peores (¿nunca notaron como los gobiernos pasan y los personajes se repiten? Siempre son los mismos), pero había otras opciones incluyendo varias listas de izquierda.
El mundo ha cambiado, y la Argentina con él. El proceso comenzado en la década de 1960 ha tomado 50 años para concretarse: se modificó la estructura socioeconómica, el Estado, la cultura, y las tradiciones políticas. La filosofía política de todos los políticos argentinos es el posmodernismo, donde lo importante es la narrativa, el eclecticismo, y donde la ideología y el compromiso social son elementos meramente discursivos y no una guía para la acción política. Así han desaparecido las formaciones políticas como las conocimos durante más de medio siglo: había radicales con Cristina, con Macri, con Lousteau y con Massa; había peronistas con todos; y también comunistas. Pero la cultura política de la población también ha cambiado, y en ese proceso se ha perdido todo eje ético-moral vinculado con el racionalismo de la modernidad. En este sentido, lo importante no es que el político sea representativo o que cumpla lo que promete, sino más bien que sepa distribuir las prebendas del estado, que mantenga una sólida red clientelar, y ejerza el poder para recompensar amigos y castigar enemigos. De ahí es un solo paso al «roba, pero hace» o a «lo que aquí hace falta es mano dura que ponga orden». Y las elecciones se tornan en un problema de «¿qué me da a cambio de mi voto? ». Para unos, esto son recompensas materiales: para los más pobres son cosas que les permitan sobrevivir en un mundo absolutamente feroz; para los más ricos que los convierta en aun más ricos. Para otros es orden, estabilidad, o un empleo. En el proceso el populismo conservador de los K, o la derecha remozada se convierten en opciones políticas mayoritarias. Sobre todo en la medida que la oposición no logre desarrollar formas de poder alternativo, o sea de doble poder. Y gran parte de la cuestión es reconocer que la conciencia de las amplias masas ha cambiado, y ha retrocedido hacia formas individualistas y escasamente solidarias. Estas, que fueron las bases para el desarrollo de las tendencias de izquierda y progresistas, se han debilitado; y con ellas no solo la izquierda tradicional, sino también el peronismo, el radicalismo, y el socialismo del siglo XX.
Un segundo aspecto es que las elecciones no son una expresión democrática en ningún sentido del término. No lo fue siempre así, pero lo es en el siglo XXI. Hoy en día una elección es el terreno donde el dinero, la publicidad, y la manipulación de la opinión pública son la herramienta del triunfo. Y si eso no alcanza, entonces se pueden alterar las leyes electorales o realizar un fraude más o menos público. Y el hecho de que no haya denuncias no quiere decir que todos no sepamos de compra de votos, votantes fantasmas, inflación de padrones, resultados adulterados. Todo político sabe que para gobernar tiene que llevarse bien con los grandes grupos económicos, a riesgo de una desestabilización constante. Al mismo tiempo, sabe que es muy difícil ganar una elección con la oposición denodada de estos grupos, que manejan los recursos necesarios para campañas cada vez más caras y costosas. No es un problema de «cultura democrática», sino de que «la concentración de la riqueza conlleva una concentración política». De ahí que volcar las esperanzas de un mundo mejor a la arena electoral es como meterse a jugar un partido de fútbol donde las reglas, la cancha, la pelota y los árbitros pertenecen al contrario. En eso hay que redefinir las formas de expresar la voluntad popular. Pero también hay que pensar en cómo construir formas de acción, de organización, y de educación que generen una cultura de «empoderamiento» popular que geste una alternativa. Para esto, las formas tradicionales de hacer política (ya sean de izquierda o no) van a estar siempre destinadas al fracaso; o peor aún, va a ser lentamente arrastradas hacía ese mundo posmoderno donde se va lentamente, e inconscientemente, aceptando las reglas de los poderosos para tener «éxito electoral».
Un tercer elemento es que hace falta una autocrítica. No solo en los kirchneristas por su desastroso gobierno de doce años, sino en la izquierda en general. De hecho, al universo de la izquierda le fue bien en algunas provincias: en Jujuy sacó 12% del voto; en Mendoza casi 9%; en Neuquén 6,6%; en Salta 7,35%; en Santa Cruz el Frente de Izquierda y de los Trabajadores y la Izquierda al Frente por el Socialismo sumados sacaron más del 10%. Pero en las provincias más grandes (Buenos Aires, Capital, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos) muestra un estancamiento o un retroceso. Para los compañeros lo importante son los logros; pero nunca parecen preguntarse si el voto en Jujuy o en Salta refleja un avance en la conciencia de los electores, o si en cambio expresa que los partidos del FIT se van convirtiendo en parte del establishment político… De hecho, es una vieja discusión: suponer que porque en Salta ganó el PO o el PTS en Mendoza, que hubo un salto en conciencia revolucionaria es bien superficial amén de muy poco probable. En realidad, insisten que el FIT es un frente electoral; si esto es así (y conste que yo creo que debería ser una herramienta de construcción de un frente que reagrupe a toda la izquierda y se constituya en alternativa de poder) entonces hace falta una autocrítica aún mayor. Electoralmente no le va nada bien; y si bien no es un fracaso, tampoco se puede decir que es un éxito.
Todos los izquierdistas suponemos que los votos representan algo, y el voto a la izquierda representa algo así como un avance en conciencia. Mi experiencia es absolutamente contraria a eso. Primero, el voto en mi zona por el FIT tiende a la baja (ha pasado de 1800 en 2011 a 2100 en 2013 a 1200 en 2015 a 1736 en 2017) desde 2011. La principal baja es entre la gente más progresista o de izquierda; en cambio sube entre gente que votaba a Luis Juez o a Massa o a los Kirchner. Esos votan por el FIT ocasionalmente (es muy volátil) porque es un voto en «contra de»… Por ejemplo, en 2015 mis vecinos votaron FIT porque «no van a ganar», excepto la parte Parlasur donde estaba «esa chica que quiere el aborto» (Andrea D’Atri). En cambio, otros votaron FIT y a Macri en las generales. También, hubo bastante corte FIT-UCR (cerca del 8%). Esto parece señalar que, por lo menos en esta zona, el FIT se ha convertido en potable porque su carácter rojillo se ha diluido lo suficiente que no genera ningún tipo de problema votarlos a ellos o a los socialistas. Como me señaló un amigo al que le pedí el voto: «¿Son revolucionarios? No se nota». En realidad, el tema electoral es una viejísima discusión (Bernstein vs Engels y Kautsky). Las elecciones son el terreno de la burguesía que hace las leyes y define aparatos. No solo no va a dejarnos ganar nunca, sino que ni siquiera son una buena medición de la opinión y la conciencia de la gente. En eso una elección es una posibilidad propagandística de exponer ante las masas tus propuestas. Pero el FIT no se plantea nada de nada, excepto consignas. Por ejemplo, me gustaría saber qué va a hacer el FIT con la burocracia (¿una ley prohibiendo la continuidad en la comisión directiva dos mandatos seguidos?); o con educación (y decir aumento de salarios no es una propuesta); o con salud (por ejemplo, podríamos estatizar laboratorios para bajar precios de medicamentos y controlar su calidad); ¿y los subsidios a desempleados o a empresarios? ¿Qué hacemos con el desempleo? ¿La jornada de seis horas que proponen en Europa? ¿En el subdesarrollo? ¿Cómo proponemos generar una cultura del trabajo una vez más? La oposición burguesa que proponía gravar la renta financiera claramente corría al FIT por izquierda. Otros planteaban derogar la Ley de Educación Superior y convocar a un Congreso Pedagógico. Ante esto la izquierda plantea cosas como «jóvenes, mujeres y trabajadores» o «que un diputado gane lo mismo que una maestra», o la propuesta clave: «vivan los indomables de Lear, Madygraf o ahora PepsiCo». Ni hablar de cómo llegaremos al poder. En eso el FIT tiene un mensaje que si votas a suficientes diputados de izquierda las cosas irán mejor (sin definir el cómo). La reacción de la gente es que son «simpáticos inoperantes». Entonces, varios de mis vecinos votaron a Del Caño porque «es un buen pibe» (buena observación porque señala que parece inofensivo); pero otros no votaron al FIT «porque ese chico es un blandito». Y que quede en claro, yo creo que si la izquierda, de cualquier tipo, saca 10% del voto eso cambia el panorama político argentino (tanto porque crea espacios como porque volveríamos a oir el ruido de sables). Mi punto es otro: los analistas de izquierda no consideran en realidad nada más allá de la sumatoria de votos, y no intentan hacer ningún tipo de análisis cualitativo.
Esto es notable. La política parlamentaria del FIT, excepto cuando implica denuncias, es simplemente incomprensible. Desde el haber votado las 90 leyes que Cristina Kirchner hizo aprobar entre gallos y medianoche como última medida de gobierno, hasta el rechazo al desafuero del corrupto Julio De Vido, son cosas que han tenido problemas para explicar. Ni hablar del pase de Nicolás Del Caño, diputado por Mendoza, a presentarse como diputado por Buenos Aires. «Hace mucho que no estoy en Mendoza y no estoy en contacto con su realidad». ¿Eso de parte de un representante del pueblo mendocino? ¿Está en contacto con la realidad de Buenos Aires? ¿Eso es una explicación de un candidato de izquierda? Y si estas volteretas no las entendemos los zurditos que leemos La Izquierda Diario más o menos regularmente, ¿qué se puede decir del común de la gente? Obvio, que es una izquierda muy poco izquierda. O sea, una izquierda posmoderna donde la retórica es roja, pero las prácticas no se distinguen de las de los otros partidos. Mi sensación es que van, lentamente, ocupando el espacio de la izquierda sistémica como el que tuvieron los socialistas y comunistas durante buena parte del siglo XX.
Si la izquierda trotskista no se presenta como una alternativa real, y si comunistas, socialistas y peronistas han sido fagocitados por el neoliberalismo, no es sorprendente que la derecha macrista emerja triunfante. El punto es que gran parte de la izquierda argentina se mantiene sin haber realizado una autocrítica en profundidad de sus propias falencias, para superarlas sin abandonar el clasismo revolucionario. A su vez se encuentra impactada por la profundidad de la represión, por la desmovilización de masas, por la retórica, y por el reformismo histórico del populismo y de la socialdemocracia. El problema no es la línea en sí sino más bien su relación con la práctica. Al no reflejar la experiencia y las necesidades de la clase obrera, los virajes tácticos no encuentran eco en el movimiento de masas. Al decir de Rosa Luxemburgo, los revolucionarios son «la vanguardia más esclarecida y consciente del proletariado. No puede ni debe esperar con fatalismo, con los brazos cruzados, que se produzca una `situación revolucionaria’ ni que el movimiento popular espontáneo caiga del cielo. Por el contrario, tiene el deber como siempre de adelantarse al curso de los acontecimientos […] No lo logrará lanzando al azar y no importa en qué momento, oportuno o no, la consigna de la huelga, sino más bien haciendo comprender a las capas más amplias del proletariado que la llegada de un período semejante es inevitable, explicándoles las condiciones sociales internas que conducen a ello así como sus consecuencias políticas».[1] Sin oponerse a la participación electoral, todo esto lleva además a replantear la vieja pregunta de Rosa Luxemburgo sobre si el parlamentarismo no genera ilusiones. Al fin y al cabo, la vieja concepción de que la profundización del estado de bienestar por sí sola constituye una aproximación al socialismo es evidentemente incorrecta. Este tipo de Estado ya era cuestionado por la mayoría de los trabajadores aún antes de la ofensiva de la nueva derecha. Era un Estado burocrático, ineficiente y sobre todo alejado del control popular. Sin embargo, la falta de una autocrítica en profundidad frente a la ofensiva acorazada del «populismo de mercado» de la derecha parece habernos dejado sin alternativas políticas y teóricas. El fracaso del keynesianismo populista y socialdemócrata ha sido reemplazado por los elementos más reaccionarios de la ideología burguesa. Esto debería ser una causa de preocupación para la izquierda en su conjunto, mucho más allá de cuántos recibieron.
[1]Rosa Luxemburgo. Huelga de masas, partido y sindicatos (Buenos Aires: Cuadernos de Pasado y Presente 13, 1970), pág. 93.
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