por Roberto A. Ferrero
Así como existieron «Los gauchipolíticos rioplatenses» (Hidalgo, Hernández, Elías Regules, Antonio Lussich, Estanislao del Campo, etc.) que estudió en su conocido libro el crítico uruguayo Ángel Rama, así existieron también en estas tierras los gauchi-anarquistas que nadie estudió. No en su aspecto histórico-antropológico, sino en su aspecto vital y político.
Como es sabido, las ideas libertarias llegaron a nuestro país y al Uruguay en la década del 70 del siglo XIX con los primeros inmigrantes europeos, pero su difusión masiva se alcanzó con la prédica de los ideólogos italianos Enrico Malatesta, que estuvo entre nosotros entre 1884 y 1887, y Pietro Gori que permaneció cuatro fecundos años, entre 1894 y 1898, difundiendo el ideario de Miguel Bakunin. Por su parte, los españoles José Prat y Anselmo Lorenzo predicaban el de Pedro Kropotkín, bregando todos por el advenimiento de una sociedad libre y fraternal, sin Estado, sin patrones y sin religión, fundada en la ciencia que disipa las sombras de la inteligencia y organiza la vida.
Mucho se habrían sorprendido estos hombres heroicos si se hubieran enterado de que en las praderas de la Banda Oriental y en las pampas argentinas había existido durante todo el siglo XIX una expresión primitiva pero concreta de la sociedad libertaria: la sociedad gaucha. O mejor dicho: la no-sociedad gaucha. Era el anarquismo vernáculo constituido por aquellos mestizos de españoles e indios, que vagaban libremente por la llanura, viviendo de la naturaleza y conchabándose en alguna estancia cuando así lo deseaban, sin familia estable, con su cantar solitario y no coral, sin sujeción a patrón alguno, enemigos del Estado constituido, al que odiaban en sus personificaciones concretas: los jueces de campaña, la policía rural, los comandantes militares, que se empeñaban en privarlos de sus muchas libertades y sus pocos bienes. En sus sentencias y refranes se expresaba breve pero gráficamente una ideología espontánea, casi subconsciente, que daba cuenta de su modo de vida y de sus aspiraciones a conservarlo. Tales aquellos que hacían referencia a un orgulloso antiautoritarismo («Entre Dios y yo, únicamente mi sombrero»), al anarcosocialismo («las vacas y la pampa para todos») y al igualitarismo libertario («Naides es más que naides»), también presente en el que inscribían en sus vinchas («Carne fresca y aire libre») los gauchos del ultimo ejército criollo del Río de la Plata: la montonera oriental de Aparicio Saravia.
Esta existencia errante y autónoma, de «hombres sueltos» como se les decía en la Banda Oriental, rebeldes a toda sujeción –sea del Estado o de los terratenientes que alambraban la pampa– sintonizaba perfectamente con la prédica y las utopías del anarquismo, que era reforzado en sus filas por los hombres del «viejo mundo de las orillas que se desintegraba y con los hombres de a caballo que huían de la jornalización de la estancia moderna», al decir de Ramos. De allí que muchos criollos que no encontraban lugar en el nuevo capitalismo agrario en desarrollo prestaran oídos a las pasionales arengas de aquellos gringos valientes y generosos como ellos y le proporcionaran más de un payador, como aquel célebre Martín Castro, autor de «La Guitarra Roja». «El individualismo altivo y lírico del matrero –agrega Ramos– solloza de coraje en las cajas de las guitarras libertarias. La intensa melancolía por un pasado irrevocable se combina en las coplas anarquistas con la borrosa visión de un hermoso futuro».
Estas coplas y aquellas frases a la vez sentenciosas y claras y el estudio de aquellos seres excepcionales de la pampa hubieran podido fundamentar una doctrina anarcosocialista nacional, así como el peruano José Carlos Mariátegui y el boliviano Tristán Maroff fecundaron su marxismo con los elementos semisocialistas del aillu incaico.
Pero no hubo quien se asomara a la tarea en aquella época de finales del Siglo XIX y principios del XX. Félix B. Basterra, un anarquista catalán que sí se asomó al universo en decadencia de la Argentina original, lo hizo prejuiciado por el esquema sarmientino de «Civilización o Barbarie» que todos los libertarios compartían inconscientemente con los liberales a los que combatían. Así, este anarquista inconsecuente, en vez de apreciar la altivez con que el gaucho defendía su libertad y su autonomía, valorando su valentía y su generosidad, solo emitía sobre él juicios de disvalor: que vivía «del abigeato y del juego», que era «indolente», «vanidoso, grotescamente narciso» y así siguiendo. Es que nuestros gauchos y paisanos eran «la barbarie», mientras que los intelectuales anarquistas vivían en las ciudades, sede natural de «la Civilización». (Haría falta la moderación y el atinado juicio del gran geógrafo y teórico del anarquismo francés, Eliseo Reclús para poner la debida perspectiva: «Los contrastes no son tan nítidos como los que presentan las dos palabras de civilización y de barbarie», le diría al catalán al recibir su libro «El Crepúsculo de los gauchos»).
En cuanto a nuestros pensadores y políticos, ellos oscilaban entre un filogauchismo sincero pero de mero folclore mitológico (Lugones, Leumann, Astrada…) y una gauchofobia al estilo de la que cultivarían después Emilio Coni, Enrique de Gandía, Samuel Schneider o Milcíades Peña. Quien, por excepción, supo comprender la idiosincrasia propia de aquella gente fue Manuel Gálvez quien, aparte de gran literato, era él también un viejo criollo en sintonía: por eso se preguntaba al describir a los soldados de Aparicio Saravia y las dificultades para la disciplina «¿Cómo ha de haberla en un ejército de gauchos, vale decir, de hombres individualistas, casi anárquicos?».
El santafesino no profundizó en el tema, pero intuyó claramente a los «gauchi-anarquistas rioplatenses».
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El presente artículo se reproduce con autorización del autor. Originalmente publicado por Comercio y Justicia en octubre de 2017.