por Pablo Pozzi
Y ganó esa mezcla de liberal/conservador y payaso que es Javier Milei, no más. El hombre que consulta sus propuestas con sus perros, el de los ojos azules de loco y el corte de pelo (¿o será una peluca?) estrambótico arrasó en gran parte de las circunscripciones. Y de ahí a proponer cerrar ministerios, privatizar el CONICET y la educación, pero mantener los subsidios mientras quiere bajar el gasto estatal 15%. Alegría entre muchos de mis vecinos, desazón entre mis amigos universitarios, mientras que la izquierda insistió que «En una elección derechizada y compleja, el Frente de Izquierda Unidad sostuvo su espacio»; esto porque el FITU perdió solo 100 mil votos.
Inmediatamente se me llenaron las redes sociales con mensajes que iban desde «a no desesperarse» de mis amigos rojillos, pasando por «fue un concurso de belleza y la verdadera elección es en mes y medio» de mis amigos kirchneristas y macristas (que en este caso dicen lo mismo), pasando por la alegría más absoluta de varios de mis vecinos, hasta algunos que reclamaban que volvieran los militares del general Videla. Ni hablar del «se viene el Bolsonaro argentino». En el medio estaban los comentarios del tipo Córdoba y Santa Fe son «provincias de mierda y fascistas», y ni hablar de que «esto fue un voto bronca y desesperado». O mi favorita: «los intendentes peronistas lo favorecieron para frenar a Juntos por el Cambio y la tanda Bullrich-Rodríguez Larreta». Obviamente la culpa del auge de la ultraderecha la tenemos todos menos los políticos, los periodistas y la progresía.
Para variar, yo creo que, al igual que con Trump, Meloni, Urban, Bolsonaro y tantos otros, la cosa es mucho más compleja. Primero es que, si bien todos tienen algunas similitudes, la realidad es que no son lo mismo. Milei al igual que Trump no son parte del establishment, pero la Bestia Naranja tiene el apoyo de sectores empresariales (sobre todo mercado internistas) y de un importante sector del partido Republicano. Es difícil ver qué sector de poder, si alguno, apoya a Milei que, encima, no es millonario, y se convirtió en un fenómeno mediático en los últimos años nada más. Ni hablar que Trump es un racista y misógino pero sus propuestas no son locas, más bien están en consonancia con la derecha norteamericana desde hace añares. Milei parece plantear que hay que destruir todo para empezar de nuevo. Como dijo el analista Jeffrey St. Clair sobre el triunfo de Trump en 2016: «cuando la gente se siente traicionada, y no esperan que nada vaya a cambiar porque no hay opciones reales, entonces eligen al candidato más chiflado que los represente» para pudrir todo.
Lo segundo es que Milei sacó siete millones de votos sin aparato. De hecho, su carencia de fiscales implicó que le robaron una cantidad de votos. Él insiste que el fraude le llevó cerca de un millón de votos. Yo no sé si tantos, pero si que pude constatar en mi zona que faltaban boletas con su nombre y que en los recuentos de votos había tendencia a anular papeletas de su partido. Sea como sea, siete millones de votos no es poca cosa.
Tercero, ¿puede ganar? Él insiste que sí. Y todo puede ser en este país, sobre todo porque hay gente (léase caudillos locales y politicastros mil) que siempre se apuntan a ganador. De igual manera, sectores de poder van a rodearlo con la esperanza de controlarlo, y más de un votante lo va a ver como posibilidad en serio y volcarse a él. Al mismo tiempo, las elecciones primarias son «un concurso de belleza» donde la gente vota lo que en realidad quiere para luego votar lo menos malo o lo más posible. Ni hablar que en las elecciones generales entran a tallar los aparatos partidarios en serio. De todas maneras, gane o pierda Milei, la realidad es un síntoma de lo mal que estamos y que vamos hacia un mundo aun peor, como si eso fuera posible. Peor aún, su gran triunfo es que ha logrado imponer su discurso a todo el arco político.
En esto lo notable es que el ganador, lejos, fue el no voto. Eso en un sistema político donde el voto es obligatorio, donde todos hicieron campaña que había que ir a las urnas, y que desde que se aprobó el voto obligatorio y universal masculino hay una tradición de asistir a los comicios. Y si bien viene descendiendo desde hace ya dos décadas, siempre osciló en un 70 % del padrón. Esta vez, entre voto en blanco, ausentismo y anulados hubo cerca de 55 % de los argentinos que no votaron a nadie. Ni hablar que si el voto fue «por bronca» nadie me explica por qué ausentes y mileístas no fluyeron hacia la izquierda: el FITU hizo su peor elección y eso que viene patinando hace ya cuatro años. Y los que despotrican contra diversas provincias deberían preguntarse porqué Córdoba, tierra del clasismo sindical, de la guerrilla y la regional más obrerista del PC, votó a Milei. Podríamos decir lo mismo de Santa Fe o de Mendoza, tierra del gran pensador y militante comunista Benito Marianetti.
Yo creo que todo es más complejo. Cuando reviso entre toda la gente que conozco encuentro una gran variedad. Hay varios que votaron a Milei absolutamente convencidos de sus propuestas. A veces son bastante tontos: como aquellos que, ante la propuesta de dolarizar la economía, piensan que van a ganar la misma cifra en dólares que hoy ganan en pesos. Otros que piensan que hace falta un golpe de timón para que «el barco luego se enderece». Hay otros que parecen herederos del «que se vayan todos» de las jornadas de diciembre de 2001. O sea, hay mucho rechazo a políticos, sindicalistas, y elites varias que están totalmente alejados de los problemas de la vida cotidiana de la población. Y, por último, hay un notable vuelco a la derecha sobre todo de sectores medios y medios bajos, que insisten que «con la dictadura estábamos mejor». En casi todos hay una mezcla de todo lo anterior, pero en realidad prevalece la sensación de que «con la democracia no se come, no se cura y no se educa», cambiando por la negativa la consigna de Alfonsín de 1983.
En realidad, lo primero a darse cuenta es que el camino a la derechización viene desde hace mucho. Como dijo Cristina Kirchner, ella nunca fue y no será jamás de izquierda. De la dictadura al kirchnerismo hubo una cantidad de cosas que se mezclan para producir este resultado. Lo primero es la destrucción de «la territorialidad social», como señaló Ana Jemio1, que eran las redes socioculturales sobre las que se sustentaba toda una cultura de izquierda durante casi un siglo. Los militares reprimieron y asesinaron a los que las llevaban adelante, el menemismo compró a muchos de sus activistas y el kirchnerismo terminó de enterrar estas redes a través de subsidios del estado y de la cooptación de sus organismos sociales. En vez de organizarse como sociedad de fomento para hacer cloacas, ahora la gente busca a un político que consiga que el Estado resuelva el problema.
Esto se combinó con la decadencia de la educación pública y gratuita, para ser reemplazada, cada vez más, con la enseñanza privada y/o confesional de pésima calidad donde los alumnos son clientes y no estudiantes. Es más, las pruebas «Aprender», que determinan el nivel de conocimientos en matemáticas y lengua, fueron tan desastrosas que el gobierno ni siquiera publicó los resultados. El embrutecimiento de la población argentina es cada vez más notable. Basta pararse al lado de un cajero automático para ver cuánta gente no puede leer lo que le dice la pantalla. Si esto lo combinamos con un periodismo absolutamente mercenario y mentiroso (insisto, no es partidista porque se ligan al que más les paga), lo que resulta es una combinación de ignorancia con desinformación. Así cualquier instagramer se convierte en un potencial político solo porque la gente lo conoce y le cae bien.
Agreguemos la pavorosa situación económica, el miedo por la criminalidad de ladrones y policías, niveles de violencia a la altura de Estados Unidos (aunque nadie lo admita hay tantos muertos y heridos por armas de fuego aquí como allá), el impacto sobre los ingresos de la inflación e impuestos, y la evidente injusticia de empresarios cada vez más ricos, de sindicalistas multimillonarios, de jueces venales, y de políticos que se aumentan las dietas todo el tiempo mientras nombran amigos y familiares a detentar trabajos en embajadas y dependencias mil e inventadas para eso. Cuando Milei dice que va a eliminar 11 ministerios y dejar 8, fue un shock: ¿tenemos tantos ministerios? Ni hablar que cada uno tiene un encargado de las mismas cosas. Fue como cuando mi facultad creó una prosecretaría encargada de relaciones con empresas recuperadas. ¿Lo qué? Sipi, una cosa clave para la carrera de filosofía o la de ciencias de la educación. Y todavía no se qué es lo que realmente hacía el buen prosecretario, que ganaba tanto como yo, profesor titular.
Lo anterior significa que existe un gran corrimiento a la derecha y no solo por Milei y no solo desde ahora. Todos los candidatos que se presentaron a las primarias, menos Bregman y Solano del FITU, eran terribles derechistas. Bullrich plantea cosas similares a Milei, con algunas locuras menos como eso de dolarizar todo. Massa ya esta haciendo el terrible ajuste que promete el candidato ganador: el dólar oficial (Banco Nación) pasó de 183 pesos en enero de 2023 a 370 a mediados de agosto; todo bajo su ministerio que prometió no devaluar. Digamos, el ajuste no viene, ya está. ¿Y la represión? El otro día se cobró la vida de Facundo Molares, y desde Julio López, Carlos Fuentealba y Walter Bulacio en adelante han sido docenas los muertos y desaparecidos durante el kirchnerismo que «no reprimía». Los K reprimen de Chubut y Santa Cruz, los macristas lo hacen en Jujuy y en Buenos Aires, no es novedad. La novedad es lo cruento de la represión, y el manejo de los medios para desinformar.
Parte del corrimiento a la derecha es que las propuestas de Milei no son muy locas y están en perfecta sintonía con los planteos de la derecha norteamericana (o francesa) desde hace ya 40 años: limitar la inmigración, mano dura en la calle, la privatización de la educación, el achicamiento del Estado, la privatización de la ciencia, la tecnología y la investigación. Cuarenta años de machacar con estos temas, y de fracasar en el quehacer público gracias a políticos y empresarios (a veces son lo mismo) que se dedican a saquear al Estado, y hasta suena razonable hoy. ¿Para qué sirven cursos como el que ofrece la Facultad de Psicología de la UBA?: «Epistemologías no binarias. La biopolítica del siglo XIX desde los feminismos de Abya-Ayala, queer y ciborg. El sujeto de la fármaco-porno-tecno-biopolítica en la era de las criptomonedas». Si yo, profe de la UBA, no entiendo de qué se trata, imagínense un vecino de mi pueblo que encima tiene que aportar impuestos para estos profesores.
Lo mismo ocurre en otros ámbitos de la investigación. Que propongan privatizar el CONICET es una consecuencia de las campañas revelando proyectos financiados que eran sencillamente increíbles, con escaso o nulo impacto social. La investigación en manos de entidades públicas es una garantía de que tenemos conocimiento puesto al servicio de las necesidades de la sociedad, y no de las ganancias, excepto cuando la investigación se convierte en un lugar para ganar buenos sueldos sin hacer nada. O como me dijo un colega que lo acababan de admitir como investigador del CONICET: «me jubilé», a los 45 años.
Otro y último factor es que ni la izquierda ni la progresía se dan cuenta que son sus propios sepultureros. Todo contribuye a que la gente nos vea como causantes de problemas y no como una posible solución: la insistencia en lenguaje inclusivo cuando el problema es la educación de nuestros hijos; la lucha por trabajo para sectores oprimidos como los LGTB cuando la realidad es que todos los trabajadores sufren un desempleo galopante; la defensa inexplicable de lúmpenes que han realizado crímenes (desde Milagro Sala y Amado Boudou hasta el pibe chorro que se robó el almacén) y no de la gente aterrorizada por la criminalidad; el haber convertido los derechos humanos en un negocio de sectores medios e intelectuales, cuando se violan los derechos de todos los argentinos todos los días. Bregman y el FITU hablan para los convencidos desde hace mucho y no para el conjunto de los trabajadores. Creyentes que el discurso es todo, se han convertido en trotskistas posmodernos, incapaces de ganar a las masas, porque en realidad no les preocupan ni se dirigen a ellas.
El resultado es que años después del Cordobazo y el Rosariazo, mis sobrinos, todos, votaron a Milei. Me parte el corazón, pero debo reconocer que los zurdos no les decimos nada de nada, y encima somos aburridísimos. Se me parte el alma.
1 Ana Jemio. El Operativo Independencia en el sur tucumano (1975-1976). Las formas de la violencia estatal en los inicios del genocidio. Tesis doctoral en Ciencias Sociales (Dir. Daniel Feierstein). Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2019.