por Pablo Pozzi
Durante décadas los propagandistas norteamericanos han insistido que la URSS violaba los derechos cívicos de su población espiándolos, y ejerciendo todo tipo de políticas represivas incluyendo el asesinato. De hecho, se equiparaba el estado soviético a los nazis y su estado policial. Según la narrativa oficial Estados Unidos, al ser «una democracia», garantizaba la libertad de su población a través de una Constitución que preservaba los derechos de opinión y de organización («congregarse libremente») y ponía límites a la persecución política por parte del Estado. Esto parecía confirmarse por la admisión de que el FBI había desarrollado su programa COINTELPRO (Programa de Contrainteligencia) entre 1956 y 1971, momento en cual le habían puesto fin. Por supuesto, COINTELPRO se justificaba por los esfuerzos subversivos realizados por los agentes soviéticos que utilizaban a norteamericanos (sobre todo negros y liberales) bien pensantes para sus fines espurios.
Pero el día de hoy no hay más URSS (aunque el nuevo malo es Putin). Sin embargo, el periodismo ha revelado que recientemente el FBI infiltró movimientos como Occupy Wall Street, Black Lives Matter, y a diversas organizaciones antibélicas. Una de las experiencias más recientes fue la de «Karen Sullivan» (seud) que se infiltró en el Anti-War Committee and Freedom Road Socialist Organization (Comité Anti Bélico y Organización Socialista Camino a la Libertad, FRSO) de Minnesota mientras intentaban organizar protestas en contra de la Convención Republicana de 2008. Después de la Convención, «Sullivan se quedó un par de años más en la organización para espiarlos, sembrar disidencias, y desarrollar casos judiciales. Esto llevó a que el FBI incursionara en las casas de varios activistas de Chicago y Minneapolis el 24 de septiembre de 2010, deteniendo a 23 personas y desatando una cacería de docenas de activistas de la solidaridad internacional». Pero ahora sabemos que esto no sólo no comenzó en los últimos años, sino que ha sido una política de estado durante más de un siglo. La imagen que emerge es la de un estado policial y totalitario, violador de sus propias leyes y principios, que se ha dedicado a perseguir y aniquilar toda opinión crítica. Es indudable que Stalin era malo; ¿y los gobiernos norteamericanos?
En los últimos años han sido publicados una serie de libros que prueban el «lado oscuro» de la bestia, en particular los esfuerzos del FBI por infiltrar y destruir a la izquierda norteamericana. Obras como Betty Medsger’s The Burglary: The Discovery of J Edgar Hoover’s Secret FBI (Knopf 2014) y Seth Rosenfeld’s Subversives: The FBI’s War on Student Radicals, and Reagan’s Rise to Power (Picador 2013) han dejado muy en claro que un imperio como el norteamericano no podría existir sin una policía secreta que actúe con impunidad y sin control por parte de la ciudadanía. Recientemente se ha publicado una de las obras más interesantes: la investigación de Aaron Leonard y Conor Gallagher, A Threat of the First Magnitude: FBI Counterintelligence & Infiltration from the Communist Party to the Revolutionary Union 1962-1974 (Repeater 2018), sobre la infiltración por el FBI de organizaciones como el Partido Comunista y el Partido Comunista Revolucionario.
La obra de Leonard y Gallagher se basa en una cantidad importante de información que ha sido hecha pública gracias al Freedom of Information Act (FOIA). Esto en si es interesante: ¿por qué el Estado norteamericano aceptó desclasificar diversos archivos, en particular los que hacían a la represión interna? La explicación más común tiene que ver con la presión de masas en una sociedad democrática. Pero, lo que se revela es que no es una sociedad democrática. Asimismo, se supone que el criterio de desclasificación es que luego de 50 años éstos no tienen ningún peligro para la seguridad nacional. ¿Entonces, a qué se debe? Por un lado, al hecho de que la desclasificación es fuertemente censurada: o sea, amplias secciones de los documentos son tachados en negro para que no revelen nada. Pero aún más importante, es el hecho de que la desclasificación es parte de la misma campaña represiva. Solo podemos imaginar lo que significó para el Partido Comunista que miembros de su comité central fueran informantes del FBI, o que lo fueran docenas de afiliados al trotskista SWP, ni hablar que el principal cuadro afroamericano del PCR fuera un agente. La desconfianza y el desánimo deben haber cundido a través de estas organizaciones.
A Threat of the First Magnitude de basa en esta información y desarrolla un criterio de verosimilitud a través de cruzar los documentos del FOIA con testimonios, otros documentos, y lo que existe en los public récords. La realidad es que diversos informantes luego testificaron ante diversas instancias judiciales para que sus camaradas terminaran tras las rejas. Lo que surge es un entramado muy complejo de tácticas y estrategias que el FBI desarrolló para aplastar a la izquierda. Y uno de los aspectos más notables es la profunda comprensión de la cultura de izquierda y su utilización por los servicios de inteligencia. Así tenemos los casos de dos infiltrados: Richard Aoki, de origen japonés, y Don Wright, un afroamericano, este último de la Revolutionary Union (luego PCR). Cada vez que eran sospechados, la respuesta era que los acusadores eran racistas. Y como pertenecían a las minorías oprimidas, sus camaradas estaban perfectamente dispuestos de no considerar comportamientos sospechosos. Lo mismo ocurrió en el caso de Betty y Larry Goff, ambos de origen evangélico, que no sólo se infiltraron en el RU sino que su testimonio fue central para encarcelar a muchos de sus compañeros. ¿Por qué nadie en la organización sospechó que dos evangélicos podían, de repente, tornarse en comunistas?, es algo que Leonard y Gallagher ni se preguntan.
Más allá de detalles, que veremos un poco más adelante, lo fascinante es la información que brinda este libro y lo que señala en torno a la inmensa variedad de tácticas utilizadas por el FBI. Por ejemplo, relatan que el FBI creó una organización pro maoísta: el Ad Hoc Committee for a Marxist Leninist Party. La idea básica era dividir al PCEEUU, o por lo menos contactar con militantes disidentes para luego reclutarlos. Esto dio pie a cuestiones casi ridículas: en un momento un agente del FBI infiltrado intenta reclutar a un militante del PC para el Ad Hoc Committee. Este rechazó la invitación. ¿Por qué? Pues porque él también era agente del FBI. Que un agente, sin saberlo, intentara reclutar a otro revela que la cantidad de infiltrados era grande. Al mismo tiempo, el Ad Hoc sirvió como antecedente militante para que una cantidad de agentes lo utilizaran como «currículum» para infiltrarse en otras organizaciones.
La historia de la infiltración en el PCEEUU es notable no tanto por su extensión (el PC tenía un aparato de seguridad relativamente bueno por lo que ésta fue más o menos limitada) sino por quiénes fueron los reclutados. Entre ellos se encuentran Morris Child y su hermano Jack. Ambos eran viejos militantes del PC. Los Childs estuvieron entre los primeros afiliados al Partido, allá por 1920. Morris llegó a integrar el Comité Central en 1929, fue enviado a la Escuela Lenin para cuadros partidarios de Moscú, fue director del periódico del Partido, y se encargargó de las relaciones con la URSS, convirtiéndose en amigo personal del teórico Mikhail Suslov. A mediados de la década de 1940 los Childs fueron expulsados del Partido junto con el secretario general Earl Browder por «liquidacionistas». Al mismo tiempo, en 1947 Childs desarrolló una enfermedad cardíaca seria; y su hermano Jack se había desencantado del comunismo. El FBI reclutó a Jack y, prometiéndole la mejor atención médica para Morris, y éste reclutó a su hermano. Ambos retornaron al PCEEUU en 1954, y desde ese momento hasta su muerte 35 años más tarde se dedicaron a informar al FBI sobre sus camaradas y, sobre todo, sobre la URSS. Digamos, veinte años de comunistas, 35 años de agentes infiltrados.
Quizás lo que más me llamó la atención de la historia de los Childs es que dos cuadros, supuestamente, «duros» pudieran convertirse en agentes capitalistas sin un drama, sin una crisis personal y sin dar pistas a sus camaradas y a los servicios soviéticos. Asimismo, su historia dista mucho de las películas: su conversión tenía que ver simplemente con atención médica para Morris. Ni hablar de que el PC ni se preguntó cómo era que un viejo comunista recibía tratamiento en la famosa, y carísima, Mayo Clinic.
Así como al FBI lo que le interesaba de los evangélicos Goff era que entregaran a sus compañeros, y que los Childs le brindaran información sobre lo que ocurría en el Kremlin, en otros casos los objetivos también fueron variados. Por ejemplo, Darrell Grover estuvo a cargo de «educación política» y era tesorero de la Revolutionary Union. En su caso no se trataba de «entregar» gente sino más bien se fomentar el divisionismo en la izquierda: Grover fue el principal impulsor de una serie de críticas de la RU al Progressive Labor Party que alejaron ambas organizaciones en un momento en el cual existía la posibilidad de que se unieran. Más allá de lo correcto o no de las críticas, la realidad es que el momento elegido significó que la grieta entre ambas se profundizó.
Lo mismo ocurrió en el caso de Don Wright, uno de los cuatro miembros de la conducción de RU (luego PCR), cuando se conformó el National Liason Committee (NLC) que pretendía ser el primer paso de una unión entre varias organizaciones de la nueva izquierda. Wright se arrogó el papel central en las negociaciones y, como resultado, logró que fracasaran. Más aun, sospechado de ser un infiltrado, Wright acusó a sus acusadores de racistas. Eventualmente Wright desapareció del mapa (no se sabe dónde se encuentra hoy), pero no sin haber logrado que la RU mudara su sede a Chicago (donde no tenía ningún trabajo de masas y donde se hallaba la oficina central del FBI para tareas de infiltración de la izquierda) desde California (donde tenía una importantísima base social). La tarea de Wright nunca fue denunciar a sus camaradas, sino más bien sembrar la confusión y el divisionismo, sembrando dudas y logrando la expulsión de compañeros. Más aun, proveyó importante información sobre uno de los cuadros históricos de RU (que había sido cuadro el PC) Leibel Bergman, que permitió al FBI hostigarlo durante años en la esperanza de poder reclutarlo; que no lo lograra dice mucho sobre Bergman y sobre Wright y gente como los Childs.
Quizás uno de los casos más notables, que presentan Leonard y Gallagher, es el de Richard Aoki. Es notable porque a pesar de la cantidad de información disponible, la mayoría de sus viejos compañeros se resisten a creer que fuera un infiltrado. Como dijo Fred Ho, un conspicuo dirigente de la izquierda californiana: «Si fue un agente del FBI, ¿a quién le importa? Debe haber sido uno muy malo. Lo que contribuyó a la izquierda es mucho más importante que lo que pueda haber entregado». Aoki, de padres japoneses, se inició como «el único miembro asiático» y «mariscal» de los Panteras Negras (BPP), además de haber sido un destacado dirigente del movimiento estudiantil de Berkeley en la década de 1960. Previo a ingresar en BPP, Aoki fue militante del SWP, pero su importancia reside no tanto en su militancia en tal o cual organización sino en que fue una figura destacada de la izquierda californiana contactando con muchísimos y muy diversos grupos. Parte del peso de Aoki en la izquierda de la época era su capacidad para obtener armamento y entrenamiento. ¿El armamento se lo daba el FBI? Es probable, sobre todo dado lo que hoy en día sabemos de lo que se llama «false flag terrorism» (terrorismo de bandera falsa) donde el FBI gesta el grupo e incentiva la acción terrorista hasta el punto de proveer los explosivos. En 2014, 88 norteamericanos fueron detenidos acusados de ser parte de ISIS; el problema es que hace cuatro años que estan en prisión y todavía no ha sido presentada una sola prueba.
Leonard y Gallagher relatan una cantidad de casos de infiltración, y son cuidadosos en cuanto a considerar las diversas posibilidades. Lo que no hacen es preguntarse por qué estos infiltrados lograron hacerlo hasta el punto de llegar a la conducción de sus respectivas organizaciones. Los datos disponibles revelan que, en 1961, el diez por ciento del Socialist Workers Party (SWP) eran infiltrados del FBI; entre 1960 y 1976 el FBI admitió que el total de infiltrados en el SWP fue 1600. De hecho, Ed Heiser, uno de sus dirigentes, fue expulsado acusado de ser un infiltrado. ¿Es o no es cierto? ¿Admitiría el FBI la cantidad de infiltrados o simplemente aprovechó la situación para sembrar la sospecha y la discordia diciendo que uno de cada cuatro trotskistas era un agente? Que los había parece ser indudable, pero ¿tantos?
En 2002 el Chicago Sun Times reveló que el FBI tenía infiltrados en organizaciones tan variadas como la Cruz Negra Anarquista, los Ministerios Ecuménicos de Oregón, y los pacifistas cuáqueros del American Friends Service Committee. En realidad, el gobierno norteamericano admite que tiene miles de informantes pagos en las organizaciones, de izquierda o no, que cuestionan su política. De hecho, las revelaciones del mes pasado por el cual Facebook brindaba los datos (o sea espiaba) de sus usuarios a Cambridge Analytica con fines de manipulación electoral, o son nada nuevo. Obama hizo lo mismo, al igual que la campaña de Hillary Clinton, y ni hablar de las agencias de inteligencia que utilizan esta información desde que surgió la web. El estado Policial no solo no ha dejado de existir, sino que gracias a la tecnología se ha convertido en muchísimo más invasivo. Eso sí, no ha dejado de recurrir a los «recursos humanos» para recabar información, provocar y destruir a la izquierda. Y si tienen alguna duda debe ser porque no han visto ninguna de las películas de Bourne.
Pero lo interesante es mucho más que eso… al fin y al cabo, los capitalistas son el enemigo y no podemos pretender que hagan otra cosa (lo cual no quita que no lo denunciemos). Vuelvo insistir, no tienen nada de demócratas, de lo que se trata es de mantener la tasa de ganancia y la propiedad privada de los medios de producción. Pero, ¿qué pasa con la izquierda? ¿Qué pasa con militantes avezados como los Childs, o con aquellos que sospechan, pero no quieren decir nada o si lo dicen que son rechazados por funcionales a los servicios? El SWP expulsó en 1979, por agente provocador, a Alan Gelfand, uno de sus militantes que acusó a la dirección de estar infiltrada. ¿Lo estaba? Nunca lo sabremos porque el SWP no quiso realizar la investigación pertinente.
Mi sensación es que entre 1930 y 1950 ocurrió un profundo cambio cultural en los Estados Unidos por el cual se estableció una nueva percepción hegemónica. El planteo era que Estados Unidos es una sociedad excepcional, cuya movilidad social licuaba las diferencias clasistas. Por lo tanto, si bien era una sociedad imperfecta, también era una sociedad profundamente democrática. Esto es algo que nunca hubiera sido aceptado ni por los socialistas de la IWW y Eugene Debs, ni por los anarquistas de Mother Earth, y mucho menos por los viejos comunistas que conformaron la CIO. Que Jorge Washington o Thomas Jefferson, dos esclavistas, fuera considerados «padres de la democracia» implica que no nos tenemos que molestar con los datos duros de la historia, y que debemos creer todo lo que nos dicen, sin importarnos lo factible del cuento. Esta noción cultural es la que se encontró detrás de la idea del comunista Earl Browder que decía que Estados Unidos evolucionaría hacia el comunismo: si el proceso es una evolución de cada vez más reformas, entonces no hace falta la revolución y mucho menos un partido comunista. El planteo del PCEEUU por el cual «el comunismo es el americanismo del siglo XX» es la mejor expresión de esta idea. Si esto es así, entonces ¿porqué Childs no podía colaborar con el FBI? Por otro lado, si Estados Unidos es una sociedad donde las fronteras clasistas se esfuman, entonces el eje central de la política es la identidad: racial, de género, étnica. En este contexto que un «negro» como Obama, o una «mujer» como Hillary, se convierta en Presidente de la Nación es un triunfo y prueba fehaciente de que se vive en una nación perfectible. Como tal, un lúmpen, por el solo hecho de ser afroamericano o gay, se convierte en incuestionable no sea que el acusador se revele como «un blanco machista». Por último, la izquierda norteamericana participa de esa noción hegemónica hasta el punto de creer que el Estado (o sea el FBI) va a acatar la letra de la ley. En eso deberían leer el libro de Robert Justin Goldstein. Political Repression in Modern America (University of Illinois Press, 2001) para desabusarse de toda idea de Estados Unidos como sociedad democrática. Como corresponde Goldstein tuvo que publicar su libro por primera vez en 1978, pagando por una edición de autor. Le tomó veintitrés años, y que se convirtiera en un libro de culto under, para que lo reeditaran. Evidentemente, la represión no quiere que estas cosas se revelen, pero la plata es la plata.
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