¡Libertad a los presos políticos!
por María Magdalena Pérez Alfaro
El viernes pasado el gobierno mexicano anunció con bombo y platillo la captura del narco más buscado, Joaquín “El Chapo” Guzmán. Al suceso dedicaron la mayor parte de sus valiosos minutos los noticieros televisivos, además de las 8 planas de portada y numerosos artículos de opinión en la prensa diaria (“hay que reconocer los méritos cuando se hace algo bien”, decía uno de esos opinadores), y aún ahora, a una semana de la captura, siguen saliendo notas en diversos medios elogiando la labor de la inteligencia policíaca mexicana. Incluso el día de ayer el presidente Obama felicitó telefónicamente a EPN por “esta valiente acción” a la que consideró resultante de “un trabajo eficiente y del compromiso del presidente Peña Nieto por combatir al crimen organizado y al narcotráfico”. El gobierno federal cree que con esta captura puede hacer olvidar que hace tan solo menos de dos semanas una alcaldesa de Morelos fue asesinada brutalmente por miembros del crimen organizado, apenas dos días después de haber tomado posesión de su cargo. Así, Peña Nieto se va tranquilo, apapachado y felicitado, a su gira en la península Arábiga, donde nuevamente ofrecerá a los capitales trasnacionales que vengan a México a disputarse el territorio, porque puede decir que aquí se tiene todo controlado (por medio del terror, como les apetece para hacer sus negocios). Lo que muchos medios olvidan es que, primero, es al mismo gobierno que ahora se regocija en el éxito al que hace menos de un año se le escapó frente a sus narices el mismo delincuente. Y después, lo más importante, pocos trabajos periodísticos explican que, con el Chapo en la cárcel o libre en clandestinidad, el negocio del narcotráfico continúa, no se ha detenido, al contrario, se ha consolidado en algunas regiones de México y se ha expandido al resto del mundo (porque, como buen millonario reconocido en la revista Forbes, el líder del crimen organizado ha expandido sus filiales cual competitiva trasnacional).
La continuidad del negocio implica no sólo la permanencia de las redes de tráfico y venta de drogas, sino el control de zonas enteras del país, la colusión con funcionarios de gobierno de todo nivel, la extorsión, el asesinato, las desapariciones y la violencia generalizada que impone la tónica del terror en regiones donde se vive como en auténtico estado de guerra. En Sinaloa y Durango, por ejemplo, los habitantes saben por cuáles lugares no pueden transitar sin permiso de los narcos, a quién hay que pagar derecho de piso, hasta qué hora es pertinente estar fuera de casa, quiénes aportan dinero para las campañas políticas, cuándo un festejo popular se interrumpió por disputas entre bandos, etcétera. La situación llega a extremos de horror cuando consideramos que la vida de poblados enteros se rige por las leyes de la delincuencia organizada, que se toma en serio su faceta omnipotente cuando el narco toma a una muchacha que fue de su agrado para abusar de ella o extorsiona sin piedad a los campesinos que se oponen a sembrar marihuana o “vender” su tierra para el cultivo, o a asesina a quienes se atreven a buscar a sus familiares desaparecidos a pesar de las trabas de la (in)justicia mexicana.
En 2010 Ciudad Juárez fue considerada la población más peligrosa del mundo justamente por la llegada del ejército y la policía que acrecentaron la violencia después de que, se supone, combatirían a los dos cárteles que se disputaban el territorio. El resultado fue una negociación para “calmar las aguas”, la división del mando en la frontera entre la delincuencia organizada, más muertos que en la guerra de Afganistán en sólo 4 años, cientos de desaparecidos, el asesinato impune de madres que buscaban a sus hijos y defensores de los derechos humanos, y el remate de predios desocupados por el desplazamiento forzado donde ahora se realizan megaproyectos de comunicaciones y transportes que conectarán a México con los Estados Unidos (por cierto que uno de los que se benefició con el remate fue Carlos Slim, quien adquirió terrenos del lado mexicano). Después de esa supuesta “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006 por Felipe Calderón, con todo y la captura y muerte de importantes líderes del narco, se contabilizaron oficialmente más de 20 000 desapariciones y 60 000 muertos en todo el país, la mayoría civiles que el presidente conceptualizó como “daños colaterales” (otros conteos consideran hasta 40 000 desaparecidos y 150 000 muertos). A finales del año anterior, organizaciones sociales denunciaban que, desde el inició del gobierno de Peña Nieto, se cuentan más de 57 000 asesinatos, no menos de 25 000 desapariciones, además de que el negocio de redes de trata personas creció en los últimos cuatro años 600%, producto de la violencia y la inseguridad que prevalece en México.
Hoy el foco rojo ya no es Ciudad Juárez, lo cual no quiere decir que en la frontera prevalezca la publicitada paz. La cuestión es que el terror se ha trasladado con inusitada crueldad a Guerrero, estado donde, según datos oficiales, cinco cárteles se disputan el control territorial, la producción, distribución y venta de drogas, la extorsión, los secuestros, los asesinatos y las desapariciones. Además, en Guerrero existen, por lo menos desde 2005, 358 concesiones mineras, muchas de ellas ubicadas en la Costa Chica y la zona de la Montaña, justamente donde se ha dado el mayor índice de violencia en los últimos tres años. No todas las minas concesionadas se explotan en la actualidad, pero el punto es preguntarnos el sentido de tanta violencia en la entidad y tratar de relacionar aparentes datos inconexos. Se rumora, por ejemplo, que una de las minas más importantes se encuentra cerca de Ayotzinapa, sí, la misma localidad de la escuela normal donde estudiaban los tres estudiantes asesinados y los 43 desaparecidos en septiembre de 2014, quienes, junto a sus compañeros sobrevivientes, luchaban porque se niegan a ver desaparecer su única oportunidad de movilidad social, ser maestros, en un entorno tan aciago. En Guerrero existen, además, varios megaproyectos que incluyen la construcción de mega presas, centrales eléctricas, ciudades “del futuro” y centros turísticos “de primer mundo”, a los cuales se oponen organizaciones de campesinos, comuneros, maestros e indígenas. De Guerrero es también la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, que organiza la Policía Comunitaria, formada hace más de cinco décadas para la protección de las poblaciones más pobres asediadas por el narco y los gobiernos locales; a ésta última pertenece la comandanta Nestora Salgado, presa política desde hace año y medio, quien fue acusada de secuestro, sentencia ratificada hace unos días por un juez federal que, no obstante, carece de pruebas para acusarla. En el dolorido estado que debe su nombre a uno de los insurgentes que luchó contra las tropas españolas por la independencia mexicana, también está en pie de lucha la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), que combate con gran valentía a la reforma educativa aprobada en 2013 por el actual gobierno federal, gracias a la cual los maestros de la educación nacional han perdido sus derechos laborales y la escuela pública se alinea a los mandatos del FMI y la OCDE. En el curso de dos años de manifestaciones, marchas y boicots a las evaluaciones, han muerto varios maestros en choques con la policía, mientras que otros son asediados por agentes de seguridad pública, ejército y narcos. Así sucedió la semana pasada, cuando supuestos miembros del cártel Guerreros Unidos llegaron a una escuela primaria en plenas actividades y secuestraron a cuatro maestros de los cuales se desconoce su paradero hasta el día de hoy (el narco-Estado se cree que no nos damos cuenta de las tácticas que utiliza para acosar y reprimir a las organizaciones en lucha). Otra organización, surgida a raíz de la búsqueda de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, es la de los familiares de Los Otros Desaparecidos de Iguala, que aglutina a decenas de personas quienes, inspirados por la tenacidad de los padres y compañeros de los 43, decidieron hacer pública su denuncia y reunirse para buscar por su propia cuenta a sus parientes que, en este entorno de violencia y crimen impune, no han sido encontrados (quizá ni buscados) por las autoridades. En suma, Guerrero es quizá en este momento el ejemplo más dramático que lo que ocurre en México, pero lamentablemente no es el único.
Como corolario, la estrategia de combate a las organizaciones en todo el país incluye desarticular las luchas, desgastar a las organizaciones y minar sus recursos económicos y humanos aprehendiendo a sus integrantes y enviándolos como “peligrosos delincuentes” a penales de alta seguridad alejados de sus lugares de origen. En México hay más de 350 presos políticos que son tratados peor que los más famosos narcotraficantes desde el momento en que son arrestados, se les aísla y tortura, se les niega la comunicación con sus familiares, se les realizan juicios eternos sin pruebas o con testigos pagados, en fin, todas las estrategias aprendidas y perfeccionadas en décadas de combate anti subversivo.
Nosotros no podemos menos que evidenciar la parodia que significa el festejo por la captura de un líder del narco y la permanencia de un régimen de terror y violencia sostenido por el Estado, mientras en las cárceles mexicanas aguardan la libertad Nestora Salgado y los campesinos que están en contra de la construcción de la presa La Parota, en Guerrero; los comuneros de Puebla-Tlaxcala que se oponen a la realización de la termoeléctrica en la zona; los maestros de la CNTE aprehendidos después de manifestarse contra las evaluaciones punitivas en Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán y Puebla; los jóvenes anarquistas que permanecen en la cárcel desde las manifestaciones de repudio a la Presidencia ilegítima en diciembre de 2012; Juan Manuel Mireles y los miembros de las autodefensas presos después de iniciado el plan por el rescate de Michoacán; los indígenas oaxaqueños y chiapanecos acusados de delitos cometidos por paramilitares financiados por el PRI, y todos los presos políticos que no son noticia en los grandes medios. En suma, mientras existan en México tantos crímenes e injusticias producto de este sistema capitalista y neoliberal, no nos creeremos el discurso propagandístico que elogia al gobierno federal por la captura de Joaquín Guzmán Loera. Es evidente que, aun con el Chapo en la cárcel, el negocio sigue, los grandes empresarios que patrocinan los noticieros más vistos de la televisión continúan lavando el dinero del narco, los ricos capitalistas siguen consumiendo en los negocios de la trata, los Estados Unidos todavía envían armamento legal e ilegalmente a México, y el gobierno federal sigue gastando millones de dólares en la “estrategia anti delincuencia”, que ocupa también en acosar y reprimir a las organizaciones sociales que denuncian y combaten a este sistema criminal.